Al parecer ya han colocado máquinas de preservativos en varias estaciones de Metro de Madrid. La idea no es mala: siempre es conveniente protegerse, utilizar la capucha. Yo aún no las he visto. Van a instalar unas ciento cincuenta máquinas en total en la red de metro, en zonas frecuentadas por jóvenes, lo cual hará que unos cuantos pongan el grito en el cielo. Confieso que las máquinas de gomas nunca me gustaron. Siempre me han parecido demasiado caras las cajitas que venden, aunque el pack de las estaciones sale así: tres unidades por un euro. Me acuerdo de una ganga: la ortopedia que había en Zamora cuando yo vivía allí (supongo que sigue abierta). Vendían tres cajas de preservativos por mil quinientas pesetas. Daba un poco de corte comprar todo el pack, pero salía muy rentable. A mí en mi ciudad solía darme vergüenza ir a por gomas a la farmacia o a esta ortopedia. Ya sabes lo que pasa en las ciudades pequeñas: mencionar el sexo o comprar un anticonceptivo es una especie de escándalo. Te miran con lupa, te juzgan, te etiquetan. Recuerdo un artículo que escribí sobre la masturbación, hace años. Los padres de algunas amistades se escandalizaron, hubo algo de polémica. Así que, en aquellos tiempos, cogía la bolsa que me daban en la ortopedia, que abultaba mucho, y trataba de esconderla bajo el abrigo. O repartía las cajas por los bolsillos. Cualquier cosa era válida con tal de no ser visto. Zamora tiene algo del Springfield de “Los Simpson”.
En la red de metro hay cosas que no entiendo. Entiendo que instalen estas máquinas. Pero no entiendo que tengan tantos cajeros automáticos que no funcionan. O que, simplemente, están apagados. Por ejemplo: los de Caja Duero. Son los que yo utilizo. Instalaron uno en la estación de Lavapiés y nunca lo han encendido. Lleva meses así. Un cajero apagado ni siquiera decora. El otro día estaba en Callao, en la estación. El único cajero desenchufado era de Caja Duero. Tampoco entiendo por qué en unas estaciones los cajeros están dentro y en otras están fuera. Me explico. En el primer caso quiere decirse que, si uno necesita efectivo, tiene que sacar un ticket y atravesar el torniquete para llegar a la máquina. En el segundo caso, los cajeros están unos metros antes del torniquete, cerca de las taquillas o junto a las escaleras.
Y no entiendo que a los vigilantes les toque espantar a los músicos ambulantes. Bueno, lo entiendo en la medida en que cumplen una normativa: está prohibido tocar en los vagones y en los andenes. Pero es precisamente en esos lugares donde algunos de esos músicos pueden amenizarnos el aburrido trayecto. Tiene más sentido que toquen en un vagón que a la entrada, en la frialdad de los pasillos y las escaleras. Una tarde, en el tren en el que viajábamos, entró un tipo alto con pinta de ruso. Llevaba un instrumento extraño. Tan extraño que jamás en mi vida lo había visto, e ignoraba que existiera. Era una variante del xilófono, con cuerdas. El individuo se puso a tocar la melodía principal de “El padrino” y los viajeros alucinamos porque lo hacía muy bien. En la siguiente parada se asomó un vigilante y el músico dejó de tocar. Cuando arrancamos, tocó un poco más y pasó la gorra. No dejan que en el interior de los vagones toquen sus instrumentos. Y sin embargo tenemos que aguantar la publicidad del Metro de Madrid que ponen en los televisores: un soniquete que repite las virtudes del servicio, hasta que llega uno a odiarlo. Cajeros automáticos, bibliometros, teles, máquinas de condones, tiendas y kioscos, músicos ambulantes, top manta… La red de metro es una ciudad subterránea. Sólo falta que alquilen espacios para dormir.