En las grandes ciudades la gente no se corta un pelo. A menudo veo a fulanos colándose en el metro. Mientras yo pago mi ticket, ellos saltan por encima del torno. Alguna vez me pregunto: “¿Y si los imitara?”. Y la respuesta es: “Seguro que, entonces, el vigilante te pillaría”. Cuando voy por las calles más comerciales del centro de Madrid no faltan los pitidos de los detectores de las puertas de las tiendas de ropa. El guardia se apresura a revisar lo que llevan quienes hacen saltar la alarma. Suelen ser señoras a las que les toca abrir el bolso. Las señoras también roban. No es raro que discutan un poco, que luego acepten abrir el bolso como si fuera la boca de un animal y que, si el vigilante encuentra algo camuflado, argumenten que fue un descuido, que se les ha olvidado pagar. A ellos se les plantea una cuestión difícil, porque no es lo mismo detener a un chaval con cara de granuja que a una mujer de pelo blanco. No es igual llevar a la sala de atrás a otro hombre, hasta que llegue la policía, que a una señora que se parece a tu madre o a tu abuela. Supongo que para ellos es un trago difícil y que al final las dejan irse, aunque sólo después de confiscar el objeto robado.
Un día de la semana pasada entramos a una de esas tiendas repletas de muñecos, peluches, tazas de diseño, postales, artículos de broma, carteles y demás objetos de adorno dispersos por dos plantas llenas de colorido. Estábamos decidiendo qué comprar de regalo de cumpleaños y, mientras mis amigos lo hablaban, me dediqué a fijarme en lo que sucedía en una de las puertas. De la tienda salían un tipo (sí, con aspecto de granuja, pero a juzgar por su cara ya llevaba un par de décadas afeitándose) con una bolsa y una mujer que empujaba el coche de un niño. Al abandonar el comercio, se accionó la alarma del detector. Luz roja y un pitido. En esa tienda no hay vigilante. Sólo varios empleados con la camiseta de publicidad del local que deambulan por aquí y por allá, atienden a los clientes y procuran que no les roben las mercancías. Uno de estos empleados se presentó corriendo. La pareja ya estaba fuera y él, sin salir, les dijo que tenía que comprobar que no habían robado. Que volvieran adentro. La mujer protestó: “Ya sonó la alarma cuando entramos”. El encargado insistió en que ella entrara y saliera con el cochecito y el niño. Así lo hizo y no hubo pitido. Llegó el turno del hombre con cara de granuja. No quería entrar. El encargado insistió. Y el tipo, con una sonrisa de culpable y sin entrar de nuevo en la tienda, sacó de la bolsa un muñeco de peluche y se lo entregó. Eso era lo que había provocado el pitido. Mientras el empleado le echaba la bronca, sin lograr que entrara en el local, el otro se excusó: “¡Hombre, que era un regalo para mi sobrina! Que es para mi sobrina, hombre”. Lo que, traducido en otras palabras y por el tono de voz del individuo, significa: “No tengo dinero para comprarle un peluche a mi sobrina y he tenido que robarlo. Apiádate y sé comprensivo”.
La pareja se marchó después de aquellas frases y el otro no los detuvo ni llamó a la policía. Lo que me fascinó del asunto no fue la intención de hurto, sino el morro que le echan algunas personas. “¡Hombre, que era un regalo para mi sobrina!”, dijo el nota. Como si sólo por eso todos tuvieran que ser comprensivos con él. Ya he confesado alguna vez que, en la adolescencia, me dio por robar algunos artículos en el supermercado. Nunca me pillaron y no había detectores. Pero, si me hubieran cogido, no hubiese sabido qué decir. Salvo: “No tengo dinero”. En Madrid veo a muchas personas a las que, cuando trizan, se deshacen en excusas banales: “No me di cuenta de pagarlo”, “No llevaba suelto para el metro”, “Es para mi sobrina”.