Caminabas segura de ti misma,
confiando en el suelo que pisabas,
también tu forma de vestir era radiante, enérgica,
pura felicidad: chaqueta chillona, pantalones holgados.
Me despedías desde el balcón
cuando me veías marchar al trabajo.
Hombro que sujetaba nuestro ánimo decaído,
siempre dispuesta a un café si te llamábamos,
tan agradecida con todo lo concedido por la vida
como por lo arrebatado por ella.
Nunca nos restregabas tus problemas,
nunca vi asomo de queja en tus labios.
Rostro alegre, relajado;
en tus ojos, una candidez que duraba desde la prehistoria.
¿Y sabes qué es lo que más me fastidia?
Que son aquellos como tú, quienes, al final,
levantan el codo y recogen en aros
la soga para rescatar a los náufragos,
para, con esa soga
ahorcarse en lo alto de una rama.
Harkaitz Cano, Alguien anda en la escalera de incendios
Hace 12 horas