jueves, octubre 09, 2008

Deambulando

Paseo por El Retiro junto a algunos de mis amigos y sus hijos. Que yo esté deambulando por estos jardines sólo puede obedecer a dos motivos: uno es la Feria del Libro; el otro, que mis colegas quieran sacar a los chavales a respirar un poco de aire fresco. En cuanto pongo un pie en el recinto empiezo a ver gente rara. A nuestro lado pasa un señor. Lo describo: orondo, con pelo blanco, escaso, y en los labios un veguero de medio metro. Tiene una gran barriga, pero el puro sobresale más que la panza. Sus manos manipulan el cinturón y la bragueta, de tal manera que no se sabe si va a orinar o ya viene de hacerlo. Mis amigos dicen que va a orinar. Yo digo que ya lo ha hecho. No importa. Lo que importa es que le da lo mismo que a un lado estemos nosotros, que haya críos y mujeres delante. Lo que importa es que se acaba de aliviar o va a hacerlo y no hay sitios para ocultarse y le da lo mismo. Estoy un poco harto de ver a hombres talludos y con canas que se dan la vuelta en plena calle, se sacan el rabo y mean contra la farola, un arbolillo o una jardinera. Apunto esto porque siempre son los jóvenes los que se llevan toda la fama, la fama de orinar las esquinas. Y no son sólo ellos los culpables. El Retiro no ha cambiado mucho desde mi última visita: echadoras de cartas, raperos, camellos, teatros de marionetas, caricaturistas, tipos a la deriva, familias con niño, patinadores, pandas de adolescentes.
Me asomo al lago. El agua parece cada vez más sucia. Me fijo en los peces, me aseguro de que no tengan tres ojos, como los que aparecen en las aguas contaminadas de “Los Simpson”. Empieza a hacer frío. Se hielan los dedos. Dos días atrás iba en manga corta y ahora necesito la chaqueta y la cazadora. Hemos pasado de verano a invierno en un día. El Retiro no está mal, pero no es un sitio que me entusiasme. Uno se aferra a sus viejas costumbres. Mis viejas costumbres consistían, por ejemplo, en pasear por el casco antiguo de mi ciudad, cuyas murallas se desmigan (pero siempre han ido cayéndose a pedazos, con esa cadencia de ruina que tiene lo viejo cuando no se cuida). Me gustaban más los paseos por el entorno de las Peñas de Santa Marta, La Catedral y otros rincones de Zamora. Seguimos paseando hasta que veo algo que, al fin, me motiva. Una manada de gatos. Casi todos son negros. Están en un jardín, en un recodo apartado de los caminos. Me acerco lo justo para no molestarlos. Los cuento. Uno, dos, tres… Me salen quince. Es otra razón para venir al Retiro. En mi ciudad ya es muy difícil ver tanto felino junto: las autoridades prohíben a las señoras de buena voluntad que los alimenten, y también tratan de exterminarlos.
Luego vamos a picotear algo a un garito. Un sitio pequeño y oscuro, acogedor. Pido una especie de pizza de masa muy fina que tiene pepino, panceta y queso fundido. Me gusta probar nuevas mezclas y sabores raros. En la carta pone que la receta es “a la manera de Nueva York”. Mi memoria me trae un montón de cuentos y novelas ambientados en Nueva York: sus protagonistas siempre meten el pepino en todas partes (mierda, la frase suena fatal, pero no es lo que quería decir: lo juro), y por eso suelen comer sándwiches con pepino, bocadillos con pepino y cosas así. Me gusta, la mezcla agrada el paladar. La panceta sabe menos fuerte, así. Mientras comemos, aún tengo el frío del Retiro metido en los huesos. Hablamos de lo mal que nos enseñaron inglés en este país. De los años de atraso que llevamos en ese tema. En otros países de habla hispana manejan el inglés con una soltura envidiable. Nos apasiona Nueva York, pero en las escuelas no supieron transmitirnos el idioma.