En el metro. Consigo un asiento libre porque no hay muchos pasajeros. En la siguiente parada, una mujer se sienta a mi lado. Estoy leyendo un libro y ella empieza a manipular su bolso. De tal manera que su codo derecho se pone encima del borde del ejemplar. Aparto el libro, molesto. Veo moratones y alguna cicatriz en su brazo. No la miro a la cara, pero por su brazo (con los cardenales) y su actitud (me está metiendo el codo encima y robándome la vista del libro e invadiendo mi espacio vital), sospecho que puede ser una yonqui apaleada. Dos paradas después se levanta, titubea y comenta: “Ay, si era mi parada… Ah, no, no era”. Vuelve a sentarse. “Perdona”, me dice. Ahora sí: la miro a la cara. No es yonqui. No es tan joven como pensaba. Es una señora a la que, a juzgar por cuanto dice y hace, quizá le falte un tornillo. “¿Sí?”, pregunto. Y me pide, escandalizada, que me fije en un chico que va en el mismo vagón, sentado en el suelo y con un macuto sobre las piernas. El tío tiene un fajo de billetes en la mano y está contando el dinero. No se sabe muy bien si acaba de cobrar o si acaba de robar. La mujer me dice, asombrada, con los ojos muy abiertos tras sus gafas de miope: “Uy, fíjate, a quién se le ocurre sacar tanto dinero aquí. Por lo menos llevará quinientos euros encima. ¡Anda, que como vaya alguien y se lo quite!”. La señora está preocupada por el chico. Y, tal vez, mire el dinero con avidez. A mí no me importa. Que cada cual haga con su dinero lo que le plazca. Pero le digo a ella: “Uf, sí, sí. Qué pasada”. Continúa la mujer: “Oye, ¿no te habré molestado al hablarte, verdad?”. En absoluto: “No, no, no se preocupe”. En ese instante se cierran las puertas tras detenerse el tren en otra estación y dice: “Ay, esta era mi parada”. Se levanta, espera junto a las puertas y empieza a hablar con el tipo de al lado: “Nos tendremos que tirar en marcha”, bromea. Sigo leyendo, pero descentrado. Por el joven que cuenta los billetes de un gran fajo y la señora que no está atenta a las paradas y habla con cualquiera.
En el cine. Estamos en la cola de los Cines Ideal, que es donde siempre veo a actores y a algún que otro escritor y periodista famosos. Delante hay un fulano con el que ya me tocó compartir la misma sala y sesión: un hombre de coleta gris y bastón y patillas. No sé si lo conté aquí ya. Cuando fui a ver “Planet Terror” por segunda vez, me tocó en la misma fila este señor (¿cómo olvidarlo?). Actuaba así: cuando había un gag en la película, callaba; cuando sucedía algo sin gracia o asesinaban a alguien o decían una frase seria, el tipo estallaba en carcajadas. Esa carcajada que incluso oyen en la sala más lejana. “¡Jaja, qué bueno!”, exclamaba. “¡Jaja, qué bueno!”. Estamos en la cola y pienso: “Es imposible que vaya a ver la misma película”. Pero sucede. Aunque se sienta lejos. La sala está llena y todo el mundo oye sus carcajadas porque van a destiempo: ríe cuando nadie lo hace, cuando no hay motivo. La película es “Vicky Cristina Barcelona”, en versión original. Si los actores dicen algo gracioso, no se despeina. Pero entonces un actor dice: “Oviedo”, y el tipo se descacharra a reír. Cada vez que alguien dice: “Oviedo”, se muere de risa.
En el supermercado. Voy a coger una bolsa de patatas. “No, no cojas esa”, me previene un tipo. Le miro, preguntándole sin palabras el por qué. Dice: “Mira: si te fijas, esa bolsa pertenece a este montón, y tiene otro precio. Lo hacen mucho. Así luego vas a pagar y resulta que son más caras. Y te la han jugado. Eso lo hacen con algunos productos. Fíjate en que esas que cogías cuestan más”. Y me lanza un speech sobre el tema. Y me importa un carajo. Pero algunas personas necesitan hablar.