La última vez que estuve en Zamora mantuve una conversación muy interesante con dos amigos, uno de ellos policía y el otro funcionario de prisiones. Aunque, más que conversar, yo escuchaba con atención las anécdotas de ambos. Cada vez que hablo con policías, médicos, soldados o funcionarios de prisiones pienso en el material que me proporcionan y me gustaría reflejarlo todo por escrito, pero entonces consagraría todo mi tiempo a ellos y a sus anécdotas. Era de noche y tomábamos unas cervezas. El amigo que trabaja en la cárcel nos contaba cómo, tras varios años en la misma prisión, ha logrado tener de su lado a un grupo de presos que se partirán la cara por él o que lo defenderán en caso de apuro o motín. Y ya le ha ocurrido alguna vez: algún tipo beodo o drogado quiso atacarle (los funcionarios de prisiones, como ya sabrán, no están armados) y, antes de que le tocara un pelo de la cabeza, dos o tres presos se lanzaron a sujetarlo y salvarle el pellejo a mi amigo. Eso se consigue mediante un difícil equilibrio. Se trata de portarse bien con los presos que se comportan bien y de hacerles algún favor de vez en cuando (por ejemplo, facilitándoles un vis a vis), o incluso de conversar con ellos, sin llegar a intimar tanto como para que el carcelero pase por un preso más. Es una fina línea: compartir con ellos el día a día sin que el funcionario olvide los crímenes de sus interlocutores. La cordura está en la frontera de esa frágil línea.
Nuestro colega policía nos contó algo que yo jamás habría imaginado que podría ocurrir. Dijo que a veces tiene que avisar a algún delincuente, y advertirle que, si le coge con las manos en la masa, tendrá que detenerlo. Es un simple aviso. De cortesía, supongo. El delincuente responde que bien, que vale, pero que para eso primero tendrá que trizarlo, atraparlo. Cuando por fin lo detiene en mitad de un asunto delictivo, el otro tipo le da la enhorabuena. Enhorabuena, chaval, me has pillado, te lo has currado, sí señor. Y luego extiende las manos para que le ponga las esposas. Yo jamás hubiera imaginado que un delincuente podría felicitar al policía que lo captura, darle la enhorabuena. Quizá por influencia de las películas, como cuando sale el típico policía de cuarenta o cincuenta años y dice que ha metido entre rejas a la mitad de los presos del estado y que todos le odian y quieren cortarle el cuello y hacer filetes con sus lomos. Y resulta que todos ellos, cuando salen de prisión, empeñan sus días en vengarse del poli. Pues parece que eso no es exactamente así. Un tercer amigo me contó una anécdota sobre su padre, antiguo policía. Una vez iban ambos, padre e hijo, por la calle. Se encontraron con un fulano y éste saludó al policía y propuso ir a tomar unas cañas y charlar un poco. Lo hicieron. Y, cuando el extraño se fue, mi amigo preguntó quién era aquel hombre que él no conocía, y el padre le respondió que era un viejo caco al que él mismo detuvo en otros tiempos. Y ahora son tan amigos.
Es un código de honor. El código de respeto entre soldados y rehenes, entre reos y funcionarios, entre policías y criminales. Cada cual hace su trabajo o se dedica a sus labores y eso lo sabe el contrario. Se respetan, pero el policía seguirá persiguiendo ladrones y asesinos y estos seguirán a lo suyo. No siempre se cumple (supongo que habrá casos aislados en ambos bandos, es decir, gente que no respeta nada, ni siquiera los viejos códigos de honor entre los hombres), pero me recuerda un poco a las relaciones de la mafia que vemos en las series y en las películas. Siempre hay respeto y reconocimiento entre ellos, aunque luego se maten a tiros o se traicionen mediante mensajeros con revólver.