A mi juicio, una de las lecciones importantes que aprendí, durante aquellos primeros años, fue que mi mejor maestro, el que más constantes enseñanzas me proporcionaría, sería la vida en sí misma. Si queréis, a eso podemos llamarle experiencia. Sin embargo, sea cual fuere el nombre que le demos, eso es lo que, desde entonces, he buscado sin cesar.
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No albergaba la intención de dedicar mi vida al periodismo, pero trabajar en un periódico significaba escribir, y eso era lo que yo quería aprender.
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Estos relatos, por muchas veces que los escribiera, me fueron siempre devueltos, por lo general sin comentarios, y con inalterable prontitud. Recibí tantas notas de no aceptación, y tan interesantes por su variedad, que comencé a coleccionarlas, conservándolas pegadas a las hojas de un álbum para sellos. El único consuelo que me proporcionaron a lo largo de muchos años fue el de imaginar la magnífica hoguera que con ellas haría en cuanto un semanario me aceptara y publicara un relato mío.