Siempre resulta agradable toparse con uno de esos mercadillos en miniatura donde venden libros, pinturas y discos en vinilo y en compacto. En la Plaza del Dos de Mayo, en Malasaña, encuentro a veces uno de esos bazares a la intemperie. Ignoro los horarios de los vendedores y los días en que ponen al fresco sus mercancías. Sólo sé que a veces paso por allí y la plaza está desierta, y en otras ocasiones hay mercadillo. Por lo general, tienen un único puesto de libros de saldo. Una mesa improvisada donde apilan torres de ejemplares algo ajados y con restos de polvo. Por allí se reúnen dos clases de personas, se las reconoce con facilidad. Están los meros curiosos, los que pasaban por la zona y decidieron echar un vistazo, pero se nota en sus caras que no andan buscando nada ni tienen interés en la literatura, y revuelven dos o tres ejemplares y luego se marchan con cara de póker a otro puesto. Y luego están los tipos de mi calaña, que buscan entre los saldos con mirada rapaz, y no se pierden ni un título, no vaya a ser que se les escape una ganga o una sorpresa, y que suelen competir con el tío de al lado, mirándose de reojo para comprobar que el otro no se lleva esa ganga.
Es raro no hallar alguna joya medio oculta en estos tenderetes. La otra tarde, en sábado, quedé en la Plaza del Dos de Mayo para tomar algo con unos amigos, en una de las terrazas de la zona. Antes de sentarme fui al puesto de libros. En la primera pila encontré algo que no andaba buscando, pero que me pareció un hallazgo absoluto. “Un lento aprendizaje”, el libro de cuentos del esquivo Thomas Pynchon. El vendedor dijo que era muy difícil de encontrar por ahí, y yo le respondí que, en efecto, “Es la primera vez que veo este libro”. Existen títulos de los que uno ha oído hablar, o de los que ha visto la portada en internet, pero nunca ha visto cara a cara. Cuando uno ve esos libros, debe comprarlos sin pensárselo un minuto. Yo nunca había topado con los cuentos de Pynchon, y la que compré es la primera edición de junio del año noventa y dos. No está mal. En la primera página consta el precio (ocho euros), pero el tipo lo dejó en siete euros, tal vez porque no conocía del todo su valor o porque la portada tiene un doblez. Por lo demás, estaba en perfectas condiciones.
Llegué feliz a la terraza. Desde los árboles, los pájaros defecaban encima de los hombros y de la cabeza de quienes tomaban un café o una cerveza. Empezó a refrescar. Mis amigos me preguntaron qué había comprado. Tuve que reconocer que aún no he leído nada de Pynchon, salvo algunos fragmentos sueltos. Es un escritor que me da miedo empezar a leer, sus novelas son monstruosas en páginas y, dicen, algo complicadas. Pero no hace demasiado me prometí leer algún libro suyo, tras un café con el editor y amigo Enrique Redel, quien me manifestó su pasión por Thomas Pynchon. Expliqué a mi panda que Pynchon es tan escurridizo que no se deja ver. La foto de la solapa interior está en blanco. Y añadí que en un episodio de “Los Simpson” hacían broma con su personaje huidizo: lo dibujan en una fiesta, con la cabeza oculta en una caja para que nadie vea su rostro. Pero todo esto, fuera de los ambientes literarios, no se entiende. Si yo le digo a un escritor que he encontrado un Pynchon barato y difícil de conseguir en las librerías, es probable que reconozca mi suerte. Si se lo cuento a quienes no saben muy bien de qué hablo, se encogerán de hombros. No pude compartir mi alegría, mi alborozo, por el descubrimiento. Así que lo cuento y lo comparto aquí, por si aún queda alguien por ahí que me comprenda.