En una vieja película de Paco Martínez Soria se decía que “El turismo es un gran invento”. No estoy de acuerdo. El turismo es un gran cáncer. Llamo turistas a quienes entran en las playas ensuciándolo todo, dejando desperdicios a su paso. A quienes se conducen por las ciudades como ovejas guiadas por un sonajero. A quienes no son capaces de improvisar, innovar, arriesgarse un poco. He visto varios ejemplos en mis últimos viajes, pero sobre todo en Ibiza. Pandas de jóvenes guiris que se maman a las cinco de la tarde, que se cuecen al sol bebiendo jarras de cerveza mientras berrean para luego, horas más tarde, llenar las playas y las rocas de botellas, bolsas y demás basura. Familias numerosas con un padre que parece tonto, familias que rompen la armonía de los lugares con gritos y tonterías y te pisan la toalla sin siquiera disculparse. Mirones que se dedican a observar fijamente a las chicas desnudas, hasta romperse el cuello de tanto seguir sus movimientos. Turistas del tres al cuarto que se escandalizan en cuanto ven a tres o cuatro personas practicando el nudismo. Personal que, aunque tú vayas a plantar la toalla al rincón más alejado de la costa, terminará sentándose a tu lado porque no tiene imaginación para buscar sitios solitarios. Cabestros que ensucian. Peña incapaz de aventurarse en lugares donde no haya nadie.
En los últimos años he oído a gente decir que “Ibiza ya no es lo que era”, y ahora entiendo el verdadero sentido de la frase. Es decir, la isla conserva su encanto, su naturaleza paradisíaca y demás virtudes. Pero el turismo se la está comiendo. Como si la isla fuera un queso y los turistas fueran ratones hambrientos. Lo invaden todo. No respetan nada. Hay gente que ve el negocio y se queda a vivir en Ibiza y decide poner un hotel en medio del paraje más hermoso. Y, así, uno se encuentra con rincones bellísimos, pero destrozados por el cemento y la masificación. Paraísos devorados por el dinero. Fuimos a visitar una cala y me negué a plantar la toalla o bañarme. Preferí irme. Era un recodo de aguas de color azul muy claro, con playas, rocas y acantilados. Pero en las laderas habían construido varios hoteles, comiéndose el paisaje. Había prácticas de esquí de agua. La playa, llena de sombrillas, chiringuitos y otros negocios. Por un altavoz sonaba una música atronadora y horrible. Los edificios, la masa, la música y los hoteles rompieron la armonía. El turismo deja dinero, sí, pero destruye.
En las calas a las que he ido siempre estábamos huyendo de los tontos. Llamo tontos a quienes son incapaces de tomar decisiones sin imitar al prójimo. Es aquello de “Culo veo, culo quiero”. Cada día era una lucha para mantenerse alejado de la masa. El asunto se desarrollaba del siguiente modo. Llegábamos a una cala y echaba un vistazo al panorama. Siempre hay un rincón entre las rocas al que no va nadie. Y era el que yo escogía: “Vamos allí, está vacío”. Incluso oía comentar a los bañistas, entre sí: “Para allí no hay nada, no se puede ir”. Plantábamos la toalla en una roca. Unos minutos después la roca era lugar de peregrinación. La gente entraba al agua casi pisándonos (algunos, ya digo, me han pisado la toalla), o se aposentaba muy cerca. Al final, molesto, yo avistaba el panorama y decía: “Vamos a ese otro sitio. He observado que allí nadie pisa”. Unos minutos después la gente aparecía por el lugar. Es como cuando vas al cine y te sientas en las primeras filas de la sala vacía y entra alguien y se sienta a tu lado. En las calas nos ocurría igual. Veinte millones de rocas y los tontos siempre querían la nuestra. Un día repetimos cala. Observé que el día anterior nadie había ido más allá de cierto punto y, la segunda vez, decidí explorarlo. Al rato se llenó de gente.