Encuentro en el periódico una noticia sobre la muerte de Sandra Elaine Allen, también conocida como Sandy Allen. Bien, yo no sabía quién era Sandy Allen. Y resulta que estaba considerada en el Libro Guiness de los Récords como la mujer más alta del mundo. Medía dos metros y treinta y un centímetros. Que estuviera en el Guiness no significa que en verdad fuese la más alta. He leído por ahí que Yao Defen, una mujer de China, la ganaba en cinco centímetros. Al parecer, Sandy Allen hizo dos papeles en su vida, en su corta carrera de actriz: Federico Fellini la contrató para su “Casanova”, donde era Angelina la Giganta; y estuvo en el telefilme “Side Show”, haciendo de Goliatha. Poca variedad.
Es triste el sino de las personas que, como Sandy Allen, padecieron gigantismo o enanismo u otras anomalías genéticas. Allen tenía veintidós años cuando se sometió a una intervención quirúrgica que frenase su crecimiento. Ha muerto a los cincuenta y tres. Hace tres años exactamente, en agosto, murió Matthew McGrory: contaba sólo con treinta y dos años. McGrory tuvo más suerte en pantalla que Allen porque logró más papeles en el cine y en la televisión. Supongo que recordarán su personaje de Karl, el gigante bonachón de “Big Fish”. ¿Y se acuerdan del francés André el Gigante? Cómo olvidarlo, ¿verdad? Salía en “La princesa prometida” y era el famoso Fezzik, capaz de derrotar con las manos desnudas a un ejército de soldados pero incapaz de vencer a un único individuo en el cuerpo a cuerpo. André no llegó a cumplir los cincuenta. A menudo recuerdo sus escenas porque “La princesa prometida” y su sentido del humor resultan deliciosos. Por ejemplo, ese momento en el que Fezzik sube Los Acantilados de la Locura mediante una cuerda, a pulso, cargando con tres personas.
Decía antes que es triste el sino de estos hombres y no me refiero exactamente a sus anomalías y a los problemas que les confieren y a las cirugías y tratamientos a los que se someten desde críos, aunque también. Pero no, me parece más triste lo que el mundo hace de ellos. Los contratan para series de televisión y películas en las que siempre hacen breves y menores papeles, y les adjudican los mismos apodos: Ogro, Gigante, Goliath. Su fama dura apenas unos años y luego caen en el olvido, o tratan de sobrevivir, una vez metidos en la rueda del espectáculo y contagiados por el gusanillo de la actuación, haciendo papeles de extras de circo en algunas películas, de anuncios y de exhibiciones y de shows televisivos. Su altura, su anomalía, sus rarezas, son las causantes de su fama y a la vez de su muerte. Aquello que los convierte en celebridades pasajeras es lo que finalmente los conduce a la tumba. En el cine y en la televisión están condenados a hacer siempre los mismos personajes. El mundo les queda pequeño. Alguien dirá que los tipos de dos metros y medio y las manos como paelleras no pueden meterse en la piel de otros fulanos que no sean ogros, gigantes y forzudos. ¿Y por qué no? Imagino a Fezzik (André el Gigante), que tenía un don para el humor, metido en comedias de enredo, sin que tenga que mencionarse su altura. En un mundo en el que George Bush, Jr., es el presidente de los Estados Unidos, podemos imaginar cualquier cosa y, principalmente, oportunidades para todos. Quizá por eso América es la tierra de las oportunidades. Veamos la diferencia en el espectáculo entre un gigante y un tío alto. El deportista Kevin Peter Hall medía dos metros y veinte centímetros (seis menos que André), pero no padecía gigantismo. Y obtuvo mejores papeles. De los considerados “normales”. Pero en realidad, ¿qué es lo normal?