Por las noches, en Lisboa, tomamos caipiriñas en el bar del hotel. Estamos demasiado cansados para ir de bares, tras estar en pie y moviéndonos de aquí para allá durante catorce o quince horas diarias. El camarero asegura que es “la mejor caipiriña de Lisboa” y le creo. Un saxofonista da la brasa en una esquina. Hay españoles por el hotel. Por la noche, en la habitación, navego por entre los canales de televisión que ofrecen; siempre hay películas buenas en versión original y veo algunas escenas antes de entregarme a un sueño reparador: “Taxi Driver”, “Amigos y vecinos”, “Scarface”, “Novecento”, “El Señor de los Anillos”. En los restaurantes comemos y cenamos bacalao, sapateira (o sea, buey de mar), almejas a la marinera, sardinas asadas. En la plaza de Rossio, saturada de inmigrantes africanos, acudimos a un angosto garito llamado A Ginjinha. Hay cola para entrar. Es un local diminuto y con solera. Se pide la consumición y hay que salir fuera a tomarla. Dentro, un hombre serio sirve la jinga, un exquisito licor de cerezas, en vasos de plástico. Dentro, una barra y un lavabo (en la mayoría de locales de Lisboa, los lavabos suelen estar fuera de los servicios, y uno se lava las manos a la vista del personal). Detrás del hombre, los grifos con cuyos chorros llena las botellas atoradas de cerezas. Una y otra vez, los camellos se acercan a nosotros y abren las manos para que veamos la mercancía. Al final resultan cansinos.
Cerca de allí nos sentamos en una terraza. Se acerca un negro vendiendo collares y muñequeras. Nos pregunta si somos de España, quiere saber de qué ciudad venimos. Madrid, decimos. Él dice que estuvo viviendo en Madrid, en concreto en Lavapiés, y esa coincidencia me entusiasma. Insiste en que le compremos un collar porque “la vida está muy mal”, y lo consigue. Repetimos visita al barrio de Belém. Visitamos el muelle Cais do Sodré. Entramos en el British Bar, una taberna con encanto y paredes de madera, al estilo de las que se ven en las películas irlandesas. Me bebo una Guiness de barril. Luego probamos una cerveza de botella, “Fruto Prohibido”, con un punto picante. Los camareros no sólo entienden el castellano: la mayoría lo habla.
Lisboa es una ciudad que apasiona y embruja. Seduce y enamora. Sólo molesta el exceso de lugares en los que hay que pagar entrada. Y pagar un precio alto. A Lisboa hay que ir bien provisto de dinero, y te lo sacarán todo. Es una ciudad cara, pero misteriosa. Una ciudad de cuento, con encanto bohemio, con calles enmarañadas, con cafés inolvidables, con aguas muy azules, con estupendos mariscos y pescados, con el delicioso vino verde, con pasteles y caipiriñas que alegran la tarde y la noche, con rúas empinadísimas y tranvías cuyas ruedas chirrían llenando el crepúsculo, con una luz intensa durante el día, con alusiones continuas a la cultura, a los poetas y escritores y aventureros que la recorrieron y la glosaron y vivieron y murieron en sus calles, con castillos y almenas, con fados que suenan en las tabernas, con vendedores de droga que practican el asalto al transeúnte, con mendigos que arrastran sus carros colmados de trapajos y cartones y desperdicios, con hombres barbudos cuyas vidas se desangran en los bancos, con ferrys repletos de blancos y de negros que se adormecen mientras cruzan a la otra orilla, con barrios pobres y barrios lujosos, con plazas y rincones donde siempre brilla algo (una fachada, una tasca, un rostro, una estatua, un gato dormido, un verso tallado en la piedra, un graffiti, el perfume de un pastel de nata o de una sardina asada). Y donde la luz tiene un efecto perturbador y cierto punto de magia, como si uno navegara por los bordes de un milagro.