La única manera de afrontar el dolor es escribiendo sobre él. Escribir y liberarse, siquiera un poco, del nudo del estómago. Soy una de esas personas que tienen miedo a volar. Miedo a las alturas, miedo a los aviones. Miedo, como en el poema de Raymond Carver. Cuando uno siente un nudo, debe soltarlo, aflojar sus lazos. Desde el momento en que, el miércoles pasado, supe de un accidente de avión en Barajas, todas las tensiones se juntaron en el estómago. Primero, la preocupación por los tuyos, por los más cercanos: ese día volaba uno de mis primos, y varios de mis amigos viajan estos días a las Canarias, sea para visitar a sus familiares o de regreso a casa. Segundo, la preocupación por la gente de la tierra, porque hay zamoranos en todas partes, en cada rincón. Hace días estuve tentado de hablar sobre una curiosa coincidencia: a menudo, cuando estoy en los restaurantes, la gente de las mesas de al lado habla de Zamora. Son de allí, o tienen familia en la provincia. Da lo mismo que esté en un local griego de Madrid o en uno español de Pastrana. Porque hay zamoranos en todas partes. Por eso, cuando supe lo de Barajas, una sospecha creció en mi interior: “Seguro que algún zamorano va dentro. Espero que no, o al menos que haya salvado el pellejo”, pensé. No fue así. No hubo suerte. Tercero, la preocupación por todos los pasajeros, sin importar su nacionalidad, su color de piel, su lengua o su origen.
Cada vez que subo a un avión sufro varias horas de tortura: tensiones, sudores fríos, estómago revuelto. Creen que exagero, pero el sudor frío no engaña. Cuando viajo con amigos, suele haber chacota. Chistes y risas, como si yo estuviera loco. Pero la locura no tiene que ver con fobias y vértigos. Por eso sólo me comprenden quienes sufren igual que yo. He visto a algunos colegas, con quienes compartía vuelo, sedarse en el aeropuerto para que todo pareciera liviano y sin amenaza. Poco a poco, y con la costumbre de viajar, voy superando la fobia. Siempre leo varias páginas de algún libro antes del despegue y en el trayecto, para distraer la cabeza con otros mundos. El martes y el viernes tengo que volar: imaginen mi pánico. Esto me obliga a recordar una película que, en su momento, me dejó molido: “Sin miedo a la vida”, de Peter Weir. Cuenta la historia de un hombre (Jeff Bridges) con pánico a volar, que tiene un accidente de avión y sobrevive y se replantea toda su vida. Porque, una vez que le has visto los ojos a la Muerte y quizá te haya sonreído, ya nada será igual. Ya nada puede serlo.
Esta es otra de esas tragedias que nos toca mascar, saborear y tragar a la fuerza, con el corazón roto y la náusea en la boca. A diario hay tragedias, pero lo que a uno le aplasta más es que le toquen de cerca: ocurrió ahí al lado. Lo que resta ahora es que se encuentren las causas, nos ofrezcan explicaciones que no estén bañadas por la disculpa o la confusión. Que nadie se pase la pelota. Que rueden las cabezas que tengan que rodar. Y sería deseable que los medios de comunicación dejaran de meter el dedo en la llaga, como hacen siempre en España cuando las desdichas nos ahogan. Que dejen de sacar en televisión a los familiares partidos por el dolor. El dolor debe curarse en la intimidad y no ante las cámaras. Que dejen de entrevistar a personas ajenas al accidente. Que no nos ofrezcan el testimonio del apuntador. Que dejen de buscar carroña para arrojársela al público. Que dejen de hurgar en la herida y machacarnos. Que dejen de atiborrarnos con datos que mañana olvidarán, cuando llegue otra tragedia y dirijan hacia ella sus focos. Es un espectáculo inmoral. Sólo deben importar tres asuntos: las causas, los muertos y los supervivientes. Y cómo evitar las catástrofes.