El sábado entré en Zamora en torno a las once y pico de la mañana. El viaje en coche duró sólo dos horas y cuarto desde la capital. Y, en una mañana de poco tráfico, hubiera durado menos de no ser por los atascos hasta el túnel. Siguen de obras en la carretera, a las afueras de Madrid; o son las mismas, que no se acaban, no sé. Cortan carriles y, aunque circulen pocos vehículos, al final se forma un pequeño atasco. Así da gusto viajar: me refiero desde la salida del túnel hasta Zamora. Dejé en casa el equipaje (leve, para las próximas treinta horas), di los buenos días y me largué a aprovechar el tiempo. Hacía mucho que no disfrutaba de la mañana de un sábado en mi ciudad. Di algunas vueltas por la ciudad. Como es habitual, me encontré con conocidos. Fui a hacer un par de recados. Compramos unas zapatillas cangrejeras en una zapatería de San Andrés. Las cangrejeras remiten a la niñez. Eran las chanclas de goma que siempre le compraban a uno para ir a la piscina y a la playa. Las necesitaba para no machacarme las plantas de los pies en esas playas en las que abundan los erizos o los guijarros. No fue fácil encontrarlas. No estoy al tanto de las modas, pero albergo una sospecha: las cangrejeras apenas se venden ya, al menos para adultos.
Tras la compra, tomé unas claras con limón y algunos pinchos en tres garitos: El Lobo, el Bar Caballero y el Sevilla. El Bambú estaba cerrado por vacaciones. Una pena. En la ciudad se notaba un calor aplastante, demoledor. Parecía como si los rayos de sol fueran los brazos de un cíclope que apretaba las cabezas hasta hundir los cuerpos en la tierra. Por fortuna no hay allá ese calor que desprende el asfalto de Madrid, ni tampoco su aire viciado. Me propuse, no obstante, pasear por las calles sin agobiarme por el bochorno. En San Martín de Abajo se estaba muy bien a la sombra, bajo la protección de los árboles y a merced de una brisa ligera, casi imperceptible. Cerca de las fuentes, cuyo rumor de agua fluyendo relaja. Por las calles, al menos por el centro y el casco antiguo, que es por donde suelo moverme, se veía poca gente. Los demás se habrían ido a las piscinas, a los lagos, a los embalses, a la costa, donde fuera. La penúltima vez que fui a Zamora eran las fiestas de San Pedro y todo estaba hasta los topes. En esta visita, pues, agradecí que no hubiese muchedumbres. Agradecí poder tomarme una clara y comer un figón sin apretones en la barra. Agradecí dar una vuelta después de comer. No había nadie por ahí, salvo las personas que estaban de boda. Estuve un rato en casa, disfrutando de mi mascota felina y sus locuras. Al pobre gato lo vi doblado por el calor. Sabes cuándo un gato se asfixia por el bochorno porque no para de cambiar de sitio. Se echa en el parquet y, en cuanto calienta el suelo con su cuerpo, se va al sofá, y un poco después emigra a la cocina, y luego se tumba en el pasillo, y después sale al patio, y no para un segundo.
A media tarde nos sentamos en una terraza de la Plaza de Viriato. A la sombra de los plataneros. Corría la brisa: aunque no muy fresca, todos lo agradecimos. Traía hojas y arenilla. Visitamos el Popanrol. La clara con limón fue el refresco ideal en esa tarde de calor sofocante. Cenamos de tapas: en el Motín de la Trucha, en el Café Viriato, en el Kalima. Conversamos y reímos. Luego pasamos por el Ávalon, El Chorizo, La Cueva del Jazz. Garitos confortables. En ningún local hallé multitudes. Hubo sitio de sobra. Si alguien quiere pasar un día de relax, de tapas, de paseos, de copas sin aglomeraciones, que vaya a Zamora un sábado. Cuando me fui a dormir, a las cuatro y pico de la madrugada, tuve la impresión de llevar allí tres días.