Una amiga mía quiere ir a Brujas y, creyendo que yo había estado allí, el otro día me preguntó si le recomendaba la visita. Era una pregunta retórica, desde luego. Yo no conozco Brujas, por desgracia. Luego reparé en que se había confundido con Estrasburgo, donde sí estuve el año pasado y en este rincón relaté mis peripecias, que no fueron extraordinarias. La alusión a la primera ciudad surgió por la formidable “Escondidos en Brujas”, que como su título indica está ambientada en dicha población belga. Cuenta lo que les ocurre a dos asesinos irlandeses, refugiados en la ciudad durante unos días. Uno se apasiona con la cultura y con las antigüedades. Al otro se lo llevan los demonios porque se aburre y sólo quiere ir al pub a beber.
Buscando un poco de información sobre el filme al volver del cine, encontré en una revista las declaraciones de Martin McDonagh, el director y guionista, y de Colin Farrell, Brendan Gleeson y Ralph Fiennes, los actores que protagonizan la cinta. McDonagh dice: “Fui a Brujas por primera vez hace cuatro años y tuve sentimientos muy encontrados acerca de la ciudad. (…) En cuanto di mi cuarta vuelta por sus calles, empecé a aburrirme”. Farrell tiene una opinión similar: “Es bastante espectacular… pero me aburrí muy rápidamente”. Una vez vista la película, adviertes que, en efecto, Brujas y Estrasburgo no parecen muy diferentes. Aunque sospecho que Brujas puede ser más encantadora. Sólo un poco más. Suelen definirla como “una ciudad de cuento de hadas”. Este tipo de poblaciones europeas deja con la boca abierta a cualquiera con un poco de buen gusto y de sentido común. Las plazas, las casas antiguas, las iglesias, las catedrales, las tabernas y los canales asombran al visitante. Son ciudades mágicas, ideales para el paseo, la reflexión y la luna de miel. Sin embargo, a la vez que entiendo la fascinación que ejercen (a mí me ocurrió), también puedo comprender que personas acostumbradas a vivir en Londres o Dublín se aburran al tercer o cuarto día de caminar por sus calles. No hay tantas distracciones y alternativas de ocio como en las grandes urbes. Dice Colin Farrell en Fotogramas: “Paseas por sus calles y te dices que es muy bonita, pero hay otros factores importantes además de la arquitectura: la gente. Hay poca, las calles estaban vacías y me sentía solo. Llegamos en invierno y a las cuatro de la tarde ya era de noche”. Es cierto. En esas ciudades tan maravillosas, propias de los cuentos infantiles, el personal se retira pronto a casa para cenar, ver la tele y dormir. Lo noté en Estrasburgo y aún más en el pueblo en el que estuve viviendo unos días, en Molsheim. A media tarde ya no había nadie por las calles, nadie en las tabernas, y sólo un par de restaurantes congregaban gente. Y entonces, ¿qué le sucedía a uno? Que se deprimía un poco. Porque le parecía habitar una ciudad abandonada. Son lugares muy distintos a Madrid o Londres.
En la misma revista uno de los críticos alaba la película, pero le reprocha el final, matizado por “una cadena de improbables encuentros”. No estoy de acuerdo. Esos encuentros (cuando los personajes se cruzan en la Plaza Mayor) no son improbables. Y eso lo sabe cualquiera que haya vivido en una ciudad pequeña cuyo eje gira en torno a su centro. En mi ciudad, Zamora, puedo encontrarme a la misma gente un montón de veces durante media hora en los aledaños de la Plaza Mayor. En Estrasburgo, que tiene más habitantes que Brujas, me topaba cada pocos minutos con las mismas caras. Las personas, y en especial los viajeros y turistas, deambulan y giran una y otra vez en torno a los mismos sitios de paso. Lo raro sería no encontrarse unos a otros.