lunes, julio 28, 2008

Conciertos

Como ya sabrán quienes me leen con cierta asiduidad, de vez en cuando acudo a escuchar a alguna banda en directo. Con suerte, y si los tíos de delante no miden más que yo, incluso puedo discernir el escenario y a los miembros del grupo. Por lo general salgo feliz de esos conciertos, con la sensación de haber presenciado algo grande, actuaciones que, por mucho que prefieras bajarlas de internet o comprarte el dvd de la gira, sólo se disfrutan de verdad mediante la magia del directo y del espectáculo y todo su poderío de sonido y sensaciones. Salvo por los tres o cuatro cabestros beodos que a veces me tocan al lado y que se dedican a saltar y a ir y volver de la barra para agenciarse vasos de cerveza, y que acaban salpicándole a uno con la bebida y su sudor, salvo por eso, la experiencia suele ser gloriosa.
Poco a poco voy cumpliendo sueños musicales, y no repetiré ahora los nombres de las bandas y de los cantantes que he podido escuchar en los últimos años, pero sí me gustaría anotar el nombre de algunas de las grandes figuras que han tocado estos meses en España y a quienes me hubiera gustado ver en directo: Neil Young, Tom Waits, Sting y, sobre todo, Leonard Cohen. Son algunos de los que, ahora mismo, se me ocurren. También, por ejemplo, me encantaría ver a la gran Amy Winehouse, aunque comprar una entrada para sus directos es una apuesta difícil por los ciegos que se coge. En el “Rock in Río” tocaron algunos de estos artistas, junto a Bob Dylan y Lenny Kravitz. En parte me atraía este festival, pero hice lo posible para no ir. Y no fui, vencí las ganas porque me parece una tomadura de pelo que en un mismo cartel junten a Neil Young y a Tokio Hotel, a The Police y a El canto del loco, a Winehouse y a Shakira. Parece como si los organizadores hubieran metido varias papeletas en un sombrero y luego cogido unas cuantas al azar y con los ojos vendados.
Lo peor de los directos, para mí, es la entrada a los recintos. Y el regreso a casa. En Madrid, en el de Bruce Springsteen, la mala organización hizo que, ya pasada la hora de comienzo oficial del concierto (por suerte, empezó más tarde), muchos aún estuviéramos en las colas que rodeaban el Santiago Bernabéu como si participáramos en el asedio a una fortaleza. Yo estuve en uno de los accesos al césped. Estaba mal señalizado y, tras aguardar un rato en la cola que había frente a la puerta, las personas que iban a la cabeza se daban la vuelta quejándose. Le pregunté a un tipo y me dijo que aquella cola era para el acceso a la torre, o no sé qué. Dicho acceso quedaba escondido a mano izquierda y no estaba señalizado correctamente. A todos nos ocurrió lo mismo. Quince minutos de espera para llegar casi al final, retroceder y ponernos en la cola de al lado. Todo el mundo dudaba. Hubo gente que me preguntó, dado el caos: “Perdona, ¿esta cola en la que estás para qué puerta es?”. Cuando fui a ver a The Cure, entré pronto al Palacio de los Deportes, pero media hora después de haber empezado el espectáculo aún había gente intentando entrar. El arduo regreso a casa no es culpa de nadie. Pero es un latazo, y es lo que no llevo bien en los conciertos de Madrid. Es de noche. Si aún funciona el servicio de metro, está a rebosar y la gente va más apretujada que por las mañanas en hora punta, cuando acude al trabajo. Y la mayoría apesta a alcohol. A menudo no cabes en el vagón y debes esperar al siguiente tren, y tal vez te suceda lo mismo. Si esperas al bus y logras entrar, el interior es una lata de sardinas y el destino suele ser Cibeles. Desde allí, y para seguir el camino a casa, quedan dos opciones: en taxi o a pata. Es una pequeña odisea.