Aprovecha el día. Aprovecha el tiempo. En realidad un día da mucho de sí. Sólo hay que saber administrarlo, y esto bien lo sabía James Joyce, quien en su admirable “Ulises” hizo que sus personajes vivieran un día con la misma intensidad que si fuera un año. Casi todos mis viajes abarcan, en principio, el fin de semana. Dado que el viernes uno pierde horas entre el trayecto y la llegada, ese día apenas cuenta. Tampoco cuenta el domingo porque uno suele marcharse por la mañana o justo después de comer. Así que todo queda relegado al día de en medio, el sábado, por ejemplo. Eso es lo que sucedió cuando viajé a París, a Londres, a Valencia. Un día parece poca cosa. “Sólo estaré un día en París, apenas día y medio”, te dices. Pero si madrugas y haces los deberes y organizas un buen plan que no te deje tiempo para descansar, el día incluso se te antoja interminable. El sábado que pasamos en Valencia me levanté en Madrid a las siete de la mañana. Entre el viaje en tren, el encuentro con las calles que eran nuevas para mí, la visita rápida al hotel para dejar el equipaje, los paseos, la playa, la cena, los garitos y demás, cuando dieron las doce de la noche y el día llegó a su fin me pareció que aquel madrugón en Madrid había sucedido tres días atrás.
Lo digo en serio: a veces es mejor estar un fin de semana en otra ciudad que quedarse allí durante una semana. Si vas a pasar una semana, te tomas las cosas con más calma. No te olvidas de la siesta después de la comida. Duermes mucho. Como estás cansado de dar paseos y recorrer barrios interminables a pata, de vez en cuando te dices: “Me voy a descansar al hotel”. O te sientas en una terraza a observar el panorama y a disfrutar de tu refresco. Pero el tiempo, al final, se te escurre de las manos. No has aprovechado tanto como debías. Recuerdo un viaje a Mallorca de hace siglos. Éramos tres amigos. Yo quería salir de juerga la primera noche, y no descansar ya hasta coger el vuelo de regreso. Ellos dijeron: “Tenemos una semana, hay tiempo de sobra. Ya saldremos otra noche”. La segunda noche ocurrió lo mismo: “Tomémoslo con calma. Hay que descansar. Ya saldremos”. Y, así, pasamos casi todas las noches en el apartamento. Si sólo estás un día o dos en otra ciudad, el asunto cambia. Vives a contrarreloj, gastando hasta el último segundo en tus planes, ajustados al máximo para no perder un minuto. Veinte horas después de haberte levantado de la cama te sientes molido, pero sabes que has sorbido hasta ese último segundo.
Estuve en Zamora el sábado anterior. Mis visitas a la tierra se desarrollan del siguiente modo. Llego el viernes por la noche, normalmente tarde por los atascos a la salida de Madrid. A esas horas uno deja la maleta en casa, saluda a la familia y sale de copas. Uno siempre piensa en salir poco de farra ese viernes. En plan tranquilo. Pero la noche zamorana abre los brazos y uno disfruta y se queda de bares y se va a casa a las cinco o a las seis de la mañana o más tarde. Al día siguiente despierta en torno a la hora de comer. Con resaca. Sin ganas de moverse. La mejor opción es compaginar el sofá y la tele o un libro. Hasta que sea la hora de salir de bares. Así que uno, o al menos a mí me sucede, aborta los planes que había hecho cuando llegó a la ciudad. Descarta el paseo que quería dar. Descarta ir de tapas. Descarta moverse de día. Y la visita queda en eso: dos juergas. El fin de semana pasado quise probar algo distinto: viajar a Zamora el sábado, muy temprano, llegar sin atascos ni agobios y, una vez allí, fresco como una lechuga, bien dormido y sin resaca, dedicarme a caminar, ir de cañas, sentarme en una terraza, ir al parque. Aproveché el día. Y fue mucho mejor así.