En mi barrio han querido recuperar una tradición vecinal que a mí me remite a la niñez en Zamora. Esa recuperación consiste en juntar a los vecinos para que se conozcan y charlen y compartan impresiones. Se trata de sacar las sillas “al fresco”, como dicen en los pueblos y como diría Marcial Ruiz Escribano (“Para serviros”), para dialogar, contar en público lo que cada uno piensa sobre el barrio y, en definitiva, crear ciertos lazos. Algo parecido veía yo en la niñez y luego en la adolescencia cuando iba a casa de mis abuelos, allá junto al estruendo del río Duero y su aroma húmedo y trasnochado. Pero de eso hablaremos luego.
Me van a perdonar por esta vez, pero detesto esa tradición y esas prácticas. Tal vez sea por mi carácter apático y un poco antisocial. No me entusiasman las reuniones, salvo que en esas reuniones todos seamos viejos amigos. Una vez en mi ciudad fui a un bar, porque me convenció un colega, para asistir a una tertulia nocturna donde se contaban cuentos y se preparaban debates sobre la marcha. Sólo conocía a una o dos personas. No volví. Aún menos me gustan las reuniones vecinales. Todo ese rollo de juntarse los vecinos para hablar de presupuestos, de ideas en común, de alternativas para la decoración del portal, de si a la señora que barre hay que pagarle más o buscarse a otra, de si reparan el ascensor o no. Todo eso me repatea. Por esa razón siempre me escabullo de las reuniones vecinales, por esa razón siempre escurro el bulto. Me acusarán de antisocial, de mal vecino, de misántropo, de pasar tanto de la comunidad como esas personas que jamás votan en las elecciones. Pues sí. Y acepto esas acusaciones con gusto y con buen humor. Cada uno es como es. Y lo he hecho siempre: en Zamora, en Salamanca, en Madrid, en cada piso en el que he vivido. En esas reuniones yo soy el tipo que no está porque salió a por tabaco (aunque no fumo). Esto no supone que no me gusten los vecinos. Pero me gustan de forma individual, no colectiva. Si me encuentro a alguien en el portal o en el ascensor y charlamos un par de minutos, por mí estupendo. Eso sí: no me llamen para reuniones, tertulias, debates, votaciones y puesta en práctica de alternativas. Además, tengo una sospecha (por experiencias ajenas cuando he vivido en otras casas familiares y en pisos de estudiantes): siempre hay algún vecino paranoico o tocador de escrotos. Me refiero a ese tío, porque suele ser un hombre, que se dedica todo el santo día a marear la perdiz, a molestar a la comunidad por pijadas. Un hombre apocado, aburrido y disconforme, hagan lo que hagan sus vecinos para complacerle y que los recovecos del edificio estén a su gusto. Creo que cada uno debe hacer su vida sin andar enredando. La confianza da asco y, si todos los vecinos de un mismo edificio son amigos y conocen sus mutuos secretos y debilidades, la cosa puede acabar en batalla, algo que muestran las series españolas de televisión, sazonadas con un toque de comedia.
Cuando iba a visitar a mis abuelos maternos en uno de los barrios bajos de Zamora, junto al Duero, era frecuente, en verano, ver las sillas plegables a las puertas de las casas. Las señoras salían a la calle en bata y en pantuflas y los hombres en camisa y tirantes y, al fresco, se conversaba o se compartían el vino y los rebojos. Los niños jugaban juntos y siempre te tocaba conocer a algún chaval un poco bobo o cretino. Se quiere recuperar esta costumbre castiza y la gran ciudad, tal y como hoy la entendemos, es lo contrario. Y yo lo prefiero así. Mis amistades las elijo yo. No deben ser, por fuerza, quienes viven en mi misma calle o manzana.