Tarde de farra en Huertas. Tapeamos un poco antes de entregarnos a la noche, metiéndonos en bares donde tienen cabezas de toro colgadas en las paredes y carteles y símbolos que pregonan su condición de bares españolísimos, que son los que más entusiasman a los guiris. Olores a salsa brava, a ración de oreja y a fritura. De camino a uno de los garitos de tapas más emblemáticos, La Tía Cebolla, recordamos que esa misma noche se celebra el siempre hortera y trasnochado Festival de Eurovisión, un show que durante años me ha parecido caspa pura. Nos decimos que, hombre, ya puestos, luego habrá que ir a casa para ver la esperada actuación del “Chiki Chiki”. Aunque sea para echar unas risas y asistir a algo histórico.
Es justo al entrar por la puerta de La Tía Cebolla cuando nos fijamos en el televisor que hay al fondo, a un par de metros por encima del suelo. El bar está lleno. No hay una mesa libre y apenas un hueco en la barra, y todo el mundo está mirando a la pantalla de la tele. Más o menos como cuando entras en una tasca y hay fútbol y el personal está viendo, con mucha atención, los últimos minutos de un partido. Pues igual. Pero no es fútbol. Es Eurovisión, y entramos en el momento en que David Fernández da vida a su personaje ante las cámaras del mundo. Ya es casualidad. Así que lo vemos allí, de pie, antes de pedir las cañas y de coger sitio en el único hueco de la barra. Uno de los camareros quita la música de fondo y sube el volumen de la televisión. Para hacer la broma, supongo, apaga la tele durante un segundo y los clientes pitan y protestan. Vuelve a encenderla. Cuando el “Chiki Chiki” acaba, la gente que hay en el bar vitorea, silba, aplaude. Es ese viejo entusiasmo que ya conocemos y que significa esto: “¡Ánimo, que somos españoles!”. La gente bebe cañas de cerveza y jarras de sangría y come las raciones de paella a las que convidan con la consumición. Una ración pura y dura de España. Habrá gente a la que esto le moleste. Pero si estuviéramos, en vez de en Madrid o en Zamora o en León, en un pub de Londres o en una cervecería de Berlín, se nos llenaría de orgullo hasta el alma.
Se ha hablado hasta la saciedad del tal Rodolfo, y existen opiniones para todos los gustos. Es posible que yo sea una de las pocas personas que no han escrito acerca del tema en los periódicos y hoy quiero hacerlo. A mí el “Chiki Chiki” no me parece mal, dentro de los criterios que rodean a su confección (un producto, un invento de varios amigos, una higa a la horterada de Eurovisión), si me lo permiten. La primera vez que lo vi en la tele no entendía nada, pero mi familia me explicó que era una broma de Buenafuente and company. Entonces me hizo gracia, aunque luego he sufrido la saturación absoluta: me he cansado de verlo y oírlo, y de escuchar chistes al respecto y versiones diferentes. ¿Por qué digo que no me parece mal el “Chiki Chiki”? Primero, porque lo considero un simple divertimento. Y segundo, y he aquí lo más interesante, porque se trata de una parodia. España es un país cuya tradición viene de la parodia. Empezando por “Don Quijote de la Mancha”, que parodia a las novelas de caballerías. A partir de ahí, el resto es parodia. Aquí parodiamos a los superhéroes: “Superlópez”. A los agentes secretos: “Mortadelo y Filemón” y “Anacleto”. Pajares y Esteso fueron una burla de los playboys. “Torrente” parodia a los filmes de acción al estilo de “Cobra”. Busquen en películas, novelas y tebeos españoles y encontrarán la parodia. Puede que el único gran personaje hispano, opuesto a la parodia y exportable sea “Alatriste”. Este es un país donde sabemos jugar con el humor. ¿Qué problema hay?