Uno de los secretos del éxito de la saga de Indiana Jones, que gusta a todo el mundo, a espectadores de cualquier edad, es (amén del talento de la suma de sus responsables) el reciclaje de los clásicos, adaptado a los nuevos tiempos y con una pequeña dosis de leyendas y repercusiones sobrenaturales. Para la confección del doctor Henry Jones, junior, quien posee dos identidades distintas (profesor de arqueología y buscador de tesoros), como los héroes del cómic, Steven Spielberg y George Lucas y Lawrence Kasdan y Philip Kaufman desempolvaron los vestigios de los aventureros del cine clásico, aventureros que aparecían en “Las minas del Rey Salomón”, “El tesoro de Sierra Madre”, “Cuando ruge la marabunta”, “El hombre que pudo reinar”, “El secreto de los incas”, los primeros títulos de James Bond. De hecho, cada película de Indiana Jones obedece a un patrón argumental que lo asemeja a la saga de Bond, pero a la vez lo aleja merced al carisma y al sarcasmo que le imprime Harrison Ford a su héroe: un prólogo vertiginoso, una pausa ambientada en la universidad en la que Jones da clases, el leit motiv de la trama, las pistas, los mapas, los viajes en avión alrededor del mundo, las chicas, los villanos, el romance, las persecuciones y el clímax final.
Roman Gubern apunta en “Las máscaras de la ficción”, en su capítulo de análisis de la saga de Indiana Jones, que “El esquema narrativo de estas películas, a las que resultan enteramente aplicables los modelos estructurales propuestos por Vladimir Propp para los cuentos infantiles, está asentado en el itinerario-búsqueda, en el que el héroe debe superar una serie de pruebas para conseguir su objetivo. Como en las viejas leyendas, el objetivo es algún tesoro que significa poder, pero también conocimiento o sabiduría”. En cada filme sus autores se ocupan siempre de mostrarnos que los tesoros no están contenidos en las joyas, el oro o las reliquias, sino en algo menos tangible pero más importante: la fe, el saber, la salvación, incluso el reencuentro con los seres queridos, como en la tercera parte. Nos gusta Indiana Jones, además de la sabiduría narrativa de Spielberg y su habilidad para el reciclaje de los clásicos de aventuras y fantasía, por sus meteduras de pata, por su figura de perdedor que suele salvar el pellejo de milagro, por su humor en situaciones desesperadas, porque no siempre triunfa sobre sus adversarios ni obtiene cuanto busca dado que le falta la codicia propia del villano (recordemos la frase que le dicen al inicio de “Indiana Jones y la última cruzada”, cuando aún es adolescente: “Hoy has perdido, chico. Pero no tiene por qué gustarte”). Su sombra basta para evocar la emoción: sombrero, látigo, cazadora de cuero, pistola y zurrón. Y luego están los títulos elegidos, propios de los seriales y de las novelas pulp: “En busca del arca perdida”, “Indiana Jones y el templo maldito”…
“Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal” sirve a Spielberg de grata excusa para devolvernos al Héroe (testarudo, vulnerable y encantador) con mayúsculas, pero también para homenajear varios títulos: “Salvaje”, “Tarzán”, “American Graffiti”, “Cuando ruge la marabunta” y unos cuantos filmes sobre la guerra fría y la ciencia ficción de los cincuenta. Con un montón de años encima, Ford/Jones sigue siendo igual de loco e intrépido cuando se lanza a repartir. La cuarta parte es un festival de carreras, persecuciones, guiños, comicidad, peleas a puñetazos, toques fantásticos, equilibrio y química entre los personajes. Lo dijo Carlos Boyero: se trata de “un espectáculo noble y para todos los gustos”. Salvo un par de fantasmadas, el artefacto es redondo y eficaz y concentra las obsesiones de Spielberg. Y hasta ahí puedo leer.