Es posible que no conozcas demasiado las afueras de Zaragoza:
ese mundo ambiguo, fronterizo y misterioso.
Ya no son suburbios las afueras.
Son un combate lento entre el ladrillo y la tierra,
entre el asfalto y el erial,
entre la farola y la luna.
Entre muertos y vivos.
Entre santos y pecadores.
Entre gladiadores y cristianos.
Más allá de Torrero, más lejos del Actur,
allá donde los efluvios del Carrefour terminan,
más allá de Las Fuentes,
hay un mundo de calles asfaltadas con fantasmas
que terminan en huertas sin frutos
y acequias sin agua,
de bares al lado de escombros desesperados
que dejan ciega la mirada,
bares desolados, de casetas de campo
junto a grúas recién puestas,
de albañiles tristes que hablan en rumano,
convertidos más tarde
en locos vampiros llenos de luz con baterías muy baratas,
todo es barato en este reino mío,
de neumáticos torturados,
de pequeñas tiendas que despachan pan industrial
y golosinas calientes.
Las afueras son también un reino de juventud:
allí es donde los jóvenes de treinta años tienen su futuro,
su piso y su larga deuda con los hombres viejos.
Porque los hombres viejos tienen el poder y la nada,
tienen las leyes y el dinero, y mujeres viejas, a quienes
ya no se follan -porque todo es una mentira inabarcable-
y son dueños de los techos, de las paredes,
de la domesticación del frío,
del pegajoso frío.
Allí les esperan dorados domingos para disfrutar
del salón de diecinueve metros cuadrados,
de la cocina de siete, del "dormitorio-suite" de diez,
así lo llamó el constructor el día de la firma del contrato,
de la plaza de garaje que protege del bárbaro viento
de los desmontes recién urbanizados a un Corsa del 87,
y de las magníficas vistas a la autopista de Barcelona.
Mira esas vistas, cariño,
mira ese ardor del sol contra nosotros,
mira cómo nosotros acabaremos como ellos,
como esos tipos que nos han vendido esta mierda,
cómo seremos leña roja y almas baratas,
así que deja que te lo haga todo esta noche,
es lo único que tenemos. Deja que me coma
lo que ellos no tienen: tu carne blanca y dulce
y que apague
tus gloriosas ganas de follar. Es nuestro reino.
Cuando llege el insomnio, que llegará, cuenta,
para no volverte loco, amor mío, cuenta el número
de coches que pasan
a doscientos kilómetros por hora
(provistos de aparatos
altamente sofisticados que detectan los radares
de las baratas autoridades policiales españolas)
en madrugadas tan insignificantes
como las golosinas que venden en la tienda de la esquina.
Amor mío no puedes dejar tu trabajo, amor mío
si quieres follamos hasta morir, pero por favor
no dejes tu trabajo.
Manuel Vilas, Calor
Hace 1 hora