Los chiflados andan sueltos por las calles o en los platós de televisión. Yo suelo encontrarme a algunos por el barrio. Comparecen en mi calle y ni siquiera es necesario irse más lejos para toparse con sus arrebatos. Cerca de casa, una vez, mientras me dirigía hacia una tienda de cómics, vi de frente a un señor con pinta de chiflado y de beodo. Vi que sonreía. Que me sonreía a mí, para ser exactos. Como si me conociera de toda la vida, y juro que jamás lo había visto. Cuando estuvo a un palmo me lanzó la mano para que se la estrechara. Me pareció más un borracho que un loco, así que primero esquivé sus cinco dedos y luego a él y le dije que no le conocía.
Otra noche entré con unos cuantos amigos zamoranos en un garito nocturno y nos pusimos a hablar, acodados en la barra. Entonces se metió a la fuerza entre dos de nosotros, para hacerse hueco, un fulano de mala catadura con quien me había cruzado no menos de tres veces en otros bares. Un tipo de mirada ida, al que calculo unos cincuenta tacos, y que cuando uno está tomando algo en las tascas del barrio acostumbra a acercarse a pedir cigarros, porros o monedas. Y no se trata de un tío desastrado, de un mendigo o de un vagabundo, sino de un hombre bien vestido pero al que, seguramente, le falta un tornillo. Cuando le dices que no tienes ni cigarros, ni porros, ni monedas, te mantiene la mirada durante unos segundos y es ahí donde ves sus límites: le falta una chispa, una provocación, para que su cabeza explote y se convierta en La Masa, pero sin su musculatura. Luego se aleja y les pide a otras personas. Aquella noche a la que me refiero se introdujo a la fuerza entre un amigo y yo, y depositó en la barra una mano con tres o cuatro euros. Yo le miraba atónito. Mi nariz casi rozaba su mejilla. Con sus ojos de Bela Lugosi le dijo a la camarera: “Un tercio”. Y palmoteó la barra con las monedas. Ella respondió que no: iban a cerrar (era cierto) y ya no servían. El tipo repitió la operación, pero más agresivo: “¡Un tercio!”. Y su mirada y su gesto y su voz y su palmada sobre la barra se hicieron más rotundos: “¡Ponme un tercio! ¡Un tercio! ¡Un tercio!”. Yo pensé en “Alguien voló sobre el nido del cuco”, cuando uno de los pacientes protesta porque le han quitado el tabaco: “¡Dame mis cigarrillos! ¡Son míos y los quiero!”. Al final intervino el camarero, quizá novio de la chica, y le pidió que se fuera, que estaba cerrado. En sus ojos volvió a asomar esa expresión, midiendo a los camareros, como si estuviera a punto de sacar una pistola del cinto y repartir pólvora. Lo peor eran sus uñas: uñas de bruja, muy largas, afiladas, gruesas como conchas de mejillón, rellenas de roña y de basura. Luego se marchó.
Hace unos días salíamos de casa y nos abordó un chaval. Un individuo joven con el gesto de quien habita ya las estrellas. Se empeñó en ponerse a mi lado, casi pegando su cuerpo contra el mío. “Hola”, decía. Y algo más que no entendí. Ya había visto su cara varias veces por el barrio, hablando solo o dando la brasa a los transeúntes, como “El Turu” en los viejos tiempos: esa clase de tipo. Me tendió una mano. “Quiero presentarme”, soltó, con sonrisa de lunático. Una cosa es esquivar a un borracho, y otra muy distinta tratar con alguien cuyos ojos viven en otro mundo, porque el segundo puede tener arrebatos de violencia. Le estreché la mano y dijo: “Hola, soy vuestro cuñado”. Respondí: “Encantado”. Pareció darse por satisfecho y dejó de seguirnos. Tres metros después me soltó un señor que había observado la escena: “Hay que tener valor para darle la mano a un psicópata. No sé cómo anda suelto por la calle”. La mano, al tacto, resultaba blanda, húmeda, como una merluza muerta.