El año pasado un presunto artista mostró “su arte” matando de hambre a un perro en un museo. La anécdota la conoce todo el mundo. Lo rescató de la calle para meterlo en una galería, atarlo a la pared y esperar a que se muriese. A esto lo llamó arte. Por si fuera poco, se le hicieron fotografías y se le grabó en vídeo. Luego corrió por los correos electrónicos una petición de boicot a su presencia en la Bienal Centroamericana, en Honduras. Creo que muchos nos enteramos de su acto “artístico” merced a esta petición. Creo que muchos vimos entonces las imágenes del pobre chucho esquelético y de mirada moribunda y tristona, imágenes que nos rompieron el corazón a quienes aún lo tenemos o nos queda un pedazo a salvo. El fulano responsable se llama Guillermo Vargas Habacuc y ahora goza de la mala fama que merece.
Hemos leído en las noticias el proyecto de otro supuesto artista. A un tío alemán, Gregor Schneider, se le ha ocurrido que una variante del arte es “la belleza de la muerte”. Quiere quitarnos el miedo a morir, y para ello se le ha ocurrido exponer a un moribundo en público. Anda buscando un museo donde admitan su locura. Él mismo dice: “Un artista puede construir lugares humanos para la muerte, donde la gente pueda morir tranquilamente”, y protesta así por la agonía de las clínicas y las salas de cuidados intensivos. Este hombre quizá ha olvidado que, por mucho que disfraces a la Muerte, te mueres igualmente. Y no parece agradable. De momento, ya tiene a un voluntario, un enfermo terminal que aceptaría ser expuesto en público. Esto me recuerda a una escena de una película que les comenté unas semanas atrás: “Cuando el destino nos alcance (Soylent Green)”. Aviso: a partir de aquí y hasta el final de este segundo párrafo hay un spoiler. En dicha escena, el personaje que interpreta Edward G. Robinson acepta su muerte asistida en la empresa que llaman El Hogar, y a la que van a parar los ancianos que deciden acabar con su vida. Los responsables del centro lo tienden en la cama de una habitación espaciosa y con una pantalla al fondo. Le preguntan qué música quiere oír mientras duran sus últimos minutos. Lo envenenan. Lo dejan solo y en la pantalla proyectan la belleza del mundo antiguo, lo que los ciudadanos ya no conocen: paisajes nevados, bosques espesos, animales libres, ríos y valles, crepúsculos en el campo. El hombre muere viendo imágenes bonitas y escuchando música clásica. Pero la muerte es la misma. No hay belleza. Y esto sólo parece comprenderlo el personaje de Charlton Heston, que quiere salvarlo y sólo llega a verlo morir.
Bien, pues algunos supuestos artistas entienden así el arte. Perros flacos que se mueren de hambre, enfermos terminales que agonizan, esculturas hechas con mierda, excrementos enlatados, váteres en los que suena el himno nacional cuando se tira de la cadena… En fin, a cualquier cosa la llaman arte. A mí me parece, aunque algunos de estos artistas se ofendan, que lo que hay por el mundo es mucho jeta, mucho vago, mucho oportunista. Tomemos el ejemplo del alemán que quiere exponer a un moribundo o del tío que ató al perro. Así, todos podemos ser artistas si jugamos con la muerte (sólo hay que hacerlo dentro de las paredes de un museo): el niño que tortura a la hormiga en un parque, el hombre que echa insecticida a un mosquito y contempla cómo cae a plomo, el chaval que le quita las alas a la mosca, el torturador al servicio de la dictadura que emplea métodos refinados. Que los pongan a todos juntos en una carpa y ya tenemos un museo, pero un museo de horrores.