Presta atención, porque el lugar al que llegamos esa noche de juerga es algo que jamás habíamos visto los miembros de aquella comitiva. Y por eso mismo es conveniente no dar nombres: ni de personas, ni de calles, ni de barrios. Un grupo de poetas y escritores y algunos lectores tratábamos de quemar la noche del miércoles. Quien nos guiaba dijo: “Tengo que llamar por teléfono para hacer una reserva y avisar de cuántos iremos al bar”. Todo muy misterioso y un poco raro, aunque en esta ciudad no me extraña porque me sorprende cada día. De camino a aquel sitio nos topamos con los locos y los mendigos y los alcohólicos y los desesperados de la noche. Tipos de barba zarrapastrosa que nos paraban para pedirnos un pitillo o una moneda. Yo negaba con la cabeza porque salir de copas por la capital cuesta un riñón. Pero entonces me asaltó una señora. Una mujer al filo de la tercera edad, o quizá más joven: una vida miserable y a la intemperie envejece los rostros con rapidez. Llevaba un abrigo grueso, un gorro de lana y una especie de bandeja en las manos. Quería que depositara una limosna en la bandeja de plata. Me lo pedía por favor, con insistencia. Lo reunía todo para partirme el corazón: mujer, de avanzada edad, vagabunda y mendiga, posiblemente alcohólica, amable y desesperada. Me detuve. En la cartera sólo llevaba un euro suelto. Lo solté sobre la bandeja. Hizo ese tintineo molesto que para los mendigos es música de cámara. Al verlo se le abrieron mucho los ojos. Me dio las gracias veinte veces. Repitió hasta la saciedad que pasáramos una buena noche. Y eso hicimos.
Unos minutos después, tras una caminata nocturna de literatos y afines, llegamos a un portal. Quien nos guiaba logró que nos abriesen la puerta de abajo. Me despisté y no supe si pulsó el timbre o si volvió a llamar por teléfono. Es posible que fuera lo segundo. Nos preguntábamos: “¿Qué hacemos aquí? ¿No nos habían dicho que íbamos a un bar?”. Entramos en el portal. Antiguo, de esos con las escaleras de madera muy crujiente y polvorienta, que tanto abundan todavía en la ciudad. Nos rogaron silencio. Al llegar al primer piso, quien nos guiaba llamó a una puerta. A una puerta normal y corriente, de domicilio particular, como pueda serlo la tuya o la mía. Un hombre la entreabrió. Asomó su cara, nos escrutó con recelo. Hablaron en voz baja sobre la llamada telefónica, la reserva y todo el tinglado. “¿Cuántos sois?”, preguntó el hombre. “Somos nueve”. Respondió: “Bien, entrad”. Nos pidió que entráramos rápido y sin hacer ruido para no despertar a los vecinos. Yo pensaba: “No entiendo qué hacemos en una casa, quizá sea una fiesta privada y no me he enterado del No-Do”.
No era una casa normal y corriente. No se trataba de una fiesta particular. No era sólo un bar. Era todas esas cosas juntas y muchas más. Era un bar construido dentro de un piso. Un garito clandestino al que sólo puedes acceder si conoces a alguien que conoce a alguien que conoce a otro. Un garito con lo necesario: una barra para servir bebidas, servicios para damas y caballeros, una mesa para poner discos, un dj, las paredes insonorizadas para no molestar a los vecinos, mesas bajas y sofás y pufs, habitaciones con reservados, iluminación baja, penumbra y alfombras, fotos eróticas de hace décadas. Todo muy decadente y prohibido. La leche en verso, colega. Y se estaba bien allí. Había buen ambiente e intimidad. Alguien dijo que le recordaba a esos pasajes de “El retrato de Dorian Gray” en los que Dorian se refugia en tugurios clandestinos y fumaderos de opio para calmar sus apetitos. Un refugio nocturno donde tomar una copa y conversar entre gente noctámbula y ávida de nuevas sensaciones.