A algunas personas les afecta el cambio de hora, en especial este último en el que convertimos las dos de la madrugada en las tres, como método de ahorro energético. A otras personas, por el contrario, dicho cambio no les afecta en absoluto. A mí me trastorna lo de adelantar los relojes, no tanto lo de atrasarlos. Tal vez porque prefiero ganar una hora a perderla. Leo ahora un titular que dice: “Un 31% de españoles confiesa que el cambio de hora le afecta negativamente”. Lo leo un viernes, pero llevo toda la semana dándole vueltas al tema en la cabeza.
Cuando cambiamos la hora en la madrugada del sábado al domingo pasado, aquello no me afectó. Me fui a la cama en torno a las dos, y en ese momento el reloj marcaba las tres. En cualquier caso, una franja horaria a la que me gusta ir a dormir cuando es fin de semana: entre las dos y las tres. Fue al despertarme cuando empecé a sentirme cansado, como si ocho horas en cama no hubiesen servido más que para dejarme molido. En la noche del domingo, cuando mi reloj marcaba las doce y media, me preparé para meterme entre las sábanas, lo que supone varios minutos entre que me despojo de las lentillas, superviso a ver cómo va el emule, me pongo el pijama y bebo un poco de agua (lo cual me obliga muchas noches a levantarme a orinar en mitad de la noche y aún aturdido por el sueño, igual que si fuera un viejo prematuro). Una vez dentro del sobre, los minutos empezaron a transcurrir con una densidad intolerable. Ya sabes a lo que me refiero: cuando no logras dormirte aunque estés agotado y el tiempo se te hace espeso y la noche se convierte en algo larguísimo, soporífero, aburrido y desasosegante. Hacía semanas, no sé si meses, que no tardaba tanto en dormirme. Pasaban las horas y yo daba vueltas y vueltas entre las sábanas, tratando de recurrir a los diversos trucos que se suelen emplear en estos casos (salvo el de tomar pastillas y similares, porque lo tengo claro: prefiero conciliar el sueño a palo seco): pensar en algo aburrido, dejar la mente en blanco, concentrar la vista en la oscuridad, contar ovejas, ponerme boca arriba si estaba boca abajo y viceversa, entre otros inútiles remedios. Tenía una impresión de falta de acomodo, de extrañeza. Como si fuesen las siete de la tarde y me hubiera ido a la cama y estuviera totalmente despabilado. Entonces reparé en que la hora se había adelantado en la víspera. Así, cuando yo me preparaba para irme a la cama a las doce y media, en realidad eran las once y media y a esa hora es imposible que yo tenga sueño. Bostezo más a las seis de la tarde que a las doce de la noche: será por la costumbre de tantos años de noctambulismo.
No sé cuánto tardé en dormirme. Horas, supongo. Cuando sonó el despertador a las ocho de la mañana noté el cuerpo molido. Las ojeras habían duplicado su tamaño y acentuado su negrura. Los párpados pesaban una tonelada. En las comisuras se habían formado las clásicas legañas con consistencia de cemento que nos salen cuando dormimos mal y poco. La cabeza empezaba a doler. Desde entonces, me ha costado adaptarme al cambio de ritmo. Desde entonces, todo ha ido mal. Me acuesto más tarde de lo que debería (a la una, o una y pico) porque no tengo sueño. Me despierto agotado. Bajo el titular que citaba al principio se cuenta que los trastornos que lleva aparejados el adelanto de la hora y que afectan a algunos españoles son los siguientes: cansancio, alteraciones del sueño, mayor dificultad para levantarse por las mañanas. Poco a poco nos iremos adaptando. Al menos aprovechamos una hora más de luz. Más luz equivale a un estado de ánimo más jubiloso y optimista.