El otro día, en el barrio, durante una conversación sobre las virtudes e inconvenientes de Madrid y también del barrio en el que vivo, yo apunté que, si hay algo que de verdad me resulta difícil soportar de la capital es su suciedad. Cuando acudo a mi tierra, a Zamora, en mi visita mensual, la limpieza de sus calles es algo que agradezco mucho (prefiero no mencionar los nuevos baldosines de Santa Clara, que se ensuciaron el primer día que los pusieron). En la capital, en cambio, llego a ponerme enfermo. La mezcla de excrementos humanos y animales, los cercos de orín en las esquinas, las vomitonas, los vidrios rotos, los gargajos gigantes y espesos, los cartones, las hojas de periódico gratuito, los panfletos que dan a la salida del metro y que casi todo el mundo arroja al suelo, las colillas y chicles, los muebles desportillados que quedan en mitad de la acera, las bolsas de basura destripadas y demás desperdicios que pueblan algunos barrios es tan sórdida que a menudo tiene uno la impresión de caminar por un infierno de podredumbre.
No sé si ya lo he dicho, pero creo que la culpa de esto reside en la educación del personal. La mala educación, citando a Almodóvar. Probablemente algunos crean que salpicando las aceras de lapos y de muebles rotos y de vidrios y de envoltorios estén luchando contra el sistema, pero no es así. Lo único que hacen, de esa manera, es entorpecer la vida cotidiana y que al caminante habitual de las calles madrileñas le dé asco pasear por ellas. Mi calle es una buena muestra de lo que digo. Salgo de casa y tengo que subir hacia el centro esquivando baldosines sueltos bajo los que hay charcos de orín, sillas y cómodas tiradas en el suelo, papeles y bolsas en las que alguien ha dejado libros viejos, maderas rotas y perchas dobladas, tengo que evitar mirar al tipo que se pone a mear la rueda de un coche o la puerta de una furgoneta como si fuera un perro. Una mañana de verano vi a un niño, en el balcón frente al de casa, que se puso a orinar en dirección a la calle. Menos mal que no pasaba nadie por debajo, porque se hubiera llevado la peor impresión de su vida si le salpica esa lluvia dorada. En el balcón inferior a ése, algunas mañanas de sábado comparece un fulano que sólo lleva una toalla enroscada a la cintura y que cada poco se asoma para echar un escupitajo al exterior. Ese mismo tío, u otro que se le parece, se asomó hace unos días a la ventana, llevaba un cepillo de dientes en la mano y escupió hacia la calle la mezcla viscosa y repelente de agua, pasta dentífrica y residuos bucales. En el suelo, en mitad de los baldosines de la carretera, quedaron las manchas blancas. No entendí la razón para que un individuo se lave los dientes y, en vez de escupir al lavabo, se esfuerce en echarlo al exterior. Alguien podría aludir que igual le habían cortado el agua, pero tenía toda la pinta de haber salido de la ducha: toalla, pelo mojado, etcétera.
Esta repulsión que padezco cuando camino por ahí se acrecienta con el calor. Al llegar la primavera y, después, el bochorno pegajoso y cruel del verano de esta ciudad, se recalienta toda la basura desperdigada por el suelo y suben los vapores. Entonces hiede mucho más a pis, a mierda y a detritus. Pasas por algunas esquinas y el olor es nauseabundo, como si acabaran de mear allí cuarenta personas a la vez. Imagino que las ratas que pueblan el subsuelo de la capital deben ser gordas como ballenatos. De esta suciedad no se libran los túneles del metro. Estás ahí, esperando al tren, y te fijas en las vías, y ves tres cuartos de lo mismo: la gente ha tirado papeles, latas, periódicos, envoltorios, bolsas.