Por primera vez en mi vida, al menos desde que tengo memoria, paso unos días de Semana Santa fuera de Zamora. Sólo unos días, pero se nota. Es la visión desde fuera. Sabes lo que hay dentro, sabes qué familiares y qué amigos estarán ya por la ciudad. No hay nostalgia. La habría si no fuera a estar ninguna tarde de estas fechas en mi tierra, pero pasaré media Semana Santa en Zamora. Media Semana Santa es mejor que nada. En mi ciudad hay ambiente semanasantero. Caminas por una calle y oyes los tambores y las trompetas. Vas a casa a cenar y te cruzas con cofrades sin caperuz, que van a la iglesia o al museo, dependiendo del punto de partida. Todo el mundo habla de tal o cual paso, de tal o cual desfile, rememora las viejas anécdotas. Sales por ahí y es raro que no veas palmas, cruces, sombras de cristos en las fachadas.
¿Cómo es esto en Madrid? De momento, mi experiencia abarca el fin de semana. Y no hay rastro de procesiones. No encuentro ese ambiente del que hablaba al principio (tampoco lo voy buscando). La capital me parece la misma que el fin de semana anterior. Quiere decirse que nada ha cambiado o yo no lo noto. Plaza Mayor, Retiro, Huertas, Lavapiés, todo sigue igual. No hay huella alguna de procesiones. Las habrá, pero ignoro dónde, por qué calles pasan las cruces (tampoco las voy buscando). En Lavapiés, el Viernes de Dolores por la noche, nada ha cambiado: algo sucede en la calle, pasan cuatro o cinco coches de policía y un furgón, las sirenas rugen y todo el mundo mira hacia un punto que no veo, un punto en el puede haber pasado cualquier cosa, desde una pelea hasta una muchedumbre enfurecida o alguien a quien le ha dado el telele, porque más tarde se ve una ambulancia del Samur. En El Corte Inglés encuentro la misma cantidad de compradores de siempre, de cada fin de semana. Las pandas siguen quedando en el Oso y el Madroño. En el Retiro, el sábado es exactamente igual a otro sábado caluroso. Porque aquí hace un tiempo agradable, luce el sol y se puede estar en manga corta. Lleno de gente y exactamente igual: matrimonios paseando a los hijos, equilibristas, familias que alquilan una barca para cruzar el estanque y mover un poco el remo, mimos y magos, vendedores de bisutería, chavales que tocan la guitarra, marionetistas, personal sentado en las terrazas para beber una Coca-Cola. En la Plaza Mayor, el Domingo de Ramos en la sobremesa, se ven numerosos grupos de jóvenes turistas que se sientan en el suelo a comer un bocadillo y beber una cerveza. Cualquier espectáculo callejero atrae las miradas y se forman corros alrededor. O la gente está aburrida o el espectáculo es muy bueno. En Huertas no se registra ni un cambio. Y por diversas circunstancias (recados, búsqueda de libros, recitales poéticos, etcétera) he estado bajando por la Calle de Huertas un día sí y otro también: martes, miércoles, jueves, viernes, sábado. Siempre abundan por allí los guiris, mucha gente rubia, sobre todo mujeres. Les gusta entrar en las tabernas con cabezas de toros colgadas en las paredes y pedir una botella de vino y un plato de jamón serrano.
Es Semana Santa y no lo noto. Hay otros zamoranos que pasan los primeros días en Madrid y se quejan de no poder ir a nuestra ciudad hasta el Miércoles Santo. Algunos, ni siquiera eso: tendrán que quedarse sin viaje, sin regreso. Es lo que llaman el orden natural de las cosas: las servidumbres del trabajo, de los embarazos, de los críos, del proyecto de fundar una familia, de poner los cimientos para que algo crezca. Esos hijos que, años después, cuando ya sepan hablar y distanciarse, querrán volver cada Semana Santa a Zamora, la tierra donde viven sus abuelos.