De vez en cuando conviene ir a cenar a algún restaurante del barrio. En Lavapiés hay numerosos locales de comida hindú, turca, griega, senegalesa, etcétera. Los precios son baratos y se come muy bien. La otra noche fuimos a un restaurante hindú en el que ya he estado al menos un par de veces. El maître es un hombre amable de sonrisa perenne que, en una ocasión, se detuvo cada poco junto a nuestra mesa a recomendarnos cosas y comentar la jugada. Yo no le entendí ni la mitad, pero comprendí sus buenas intenciones y su amabilidad y a menudo con eso me basta. Quiero decir que prefiero un tío educado, con modales, que hable en otro idioma y al que yo apenas entienda, a un tío que hable mi idioma y no me salude al encontrarnos en el portal o cuando le abra la puerta para dejarle salir del local y sea incapaz de dar las gracias. Reconozco que me placen los restaurantes hindúes y ahora me veo con problemas para citar sus platos habituales: no recuerdo sus nombres. Me gusta la gente hindú y me da buen rollo cada vez que entro en sus garitos. Todos llevan la sonrisa puesta, han aprendido a dar las gracias y lo hacen con más frecuencia que algunos españoles. Habrá quien diga: “Bueno, en un bar o en un restaurante es lo mínimo”. Sí, pero estoy harto de topar con camareros que parecen hechos de piedra y comparten conmigo la nacionalidad. Tipos que no dicen “Hola” ni “Adiós”, que jamás sonríen ni pronuncian eso de “Gracias, caballero”. Voy con frecuencia a un garito de Madrid regentado por españoles donde sirven tapas, raciones y cenas, y los camareros son de piedra, me miran siempre como si me perdonaran la vida, de sus bocas jamás sale una palabra. Y no son mudos.
El maître del restaurante hindú se nos acercó la otra noche. Para no armarme un lío con los platos, acostumbro a resumir el pedido con un: “Vamos a pedir el menú especial” o “Queremos un menú de degustación”. Eso me evita pronunciar palabras cuyo significado no entiendo y me evita leerme la composición de cada plato, que suele ser extensa (pollo al horno servido con salsa de yogur y marinado con especias sobre un lecho de verduras y cebolla, etcétera). Tras pedir el menú especial, preguntó: “¿Vino? ¿Qué vino?”, y dijimos: “Un Lambrusco”, que es vino suave y refresca el gaznate. El hombre rió, azorado, incómodo: “No vino. Ese… Jeje, eh… en menú, copa”. Hizo un gesto con los dedos, abarcando lo que supuse era un vaso. Añadió: “Un copa, ¿sí?”. “Que sólo entra una copa con el menú”, traduje yo. “Y que el Lambrusco no entra en el menú especial”, añadí. El hombre continuó: “Vino… Más… Más caro. No mucho. Para dos. Poquito. Poquito”. Traduje: “Si pedimos una botella de Lambrusco nos saldrá un poco más caro, pero no mucho”. Así leído parece cristalino, lo sé. Pero háganse cargo del acento del tipo, de que no pronunciaba exactamente las palabras tal y como yo las escribo, de que le resultaba difícil crear una frase completa, de que había muchos puntos suspensivos y pausas entre cada palabra. De las dos personas sentadas a la mesa, sólo yo entendí lo que quería decir.
Y volvemos a lo de antes: prefiero alguien así, que no abandona la sonrisa ni la buena educación que alguien que me entiende perfectamente y espera mi pedido con cara de pocos amigos y como si yo fuera el malo de la película. Me gusta entenderme con quien no comparto lengua. El idioma es una barrera, sí, pero a menudo podemos saltarla y entendernos. Siempre creí que esa escena de “El guerrero nº 13” en la que Antonio Banderas aprende árabe estudiando los labios de otros hombres y prestando atención a sus palabras era un disparate. No lo es tanto.