Estábamos comiendo en un restaurante. Uno de esos restaurantes en los que todo funciona a la perfección, en Madrid. Los camareros tenían arrugas y el pelo blanco, lo que significa que llevaban en el servicio un montón de años y que ya son zorros viejos, con oficio y tablas. Vimos también a un camarero joven. De ojos rasgados, de piel un poco amarilla. Serio y con gafas. Pero no supimos con certeza de dónde era. No parecía chino ni japonés, y reconozco que me cuesta distinguir entre ambas razas, y mucho más diferenciar entre sí a los asiáticos. Por lo demás, no tiene demasiada importancia o ninguna. Salvo apuntar que era el más joven y extranjero. Y creo que en la hostelería se lleva uno más palos por parte de los jefes si es joven. La juventud implica que las broncas de tus mayores sean más tempestuosas.
Los camareros iban y volvían por entre las mesas. Durante el postre oí a mis espaldas que el camarero jefe, y más anciano, le hacía una pregunta a alguien. Una de esas preguntas que los jefes hacen esperando que su interlocutor y súbdito yerre, para entonces echarle el cepo al cuello (no en sentido literal). Se les nota en la voz. Es ese tono en el que un padre a punto de reprender a su chiquillo le pregunta si ha hecho los deberes, sabiendo de sobra que no los ha hecho. Y espera la respuesta del chaval para estallar, mienta o diga la verdad. Giré el cuello para observar por encima del hombro. La pregunta se la hacían al camarero más joven y asiático. A metro y medio de las mesas de los comensales. En un lugar público. El joven contestó algo que no entendí. Pero sí entendí que, de algún modo, se había equivocado con el menú de una persona. Oí que el otro empezaba a abroncarle, en voz alta: “¡Ese menú es para dos personas! ¡No para una!” Por algún desliz o equívoco del camarero joven, le había cobrado a un tipo la mitad de lo que el plato valía, ya que era para dos personas y le había cobrado como si fuese para uno. Todo lo anterior, y otras frases de reprimenda, lo escuché estando de espaldas, pues una vez saciada la curiosidad y comprobado quién reprendía a quién, volví a mi plato, o a mi postre, por pudor y por vergüenza. Por vergüenza ajena, me refiero. Porque el camarero joven estaba allí, con la cabeza baja, agachando las orejas, con una mano encima de la otra a la altura de la bragueta, en la posición de quien soporta un chaparrón de su superior. En la plaza pública, como si dijéramos. Delante de los comensales, que mirábamos por encima del hombro o de reojo o directamente. El castigo, en este caso, ya sabíamos que no era la reprimenda, sino la reprimenda “pública”. El escarnio delante de todo el mundo. La humillación. Tras la bronca, el camarero joven siguió recogiendo platos. Un poco después vino a nuestra mesa a recoger las migajas del mantel. Juro que me dieron ganas de ponerle una mano en el hombro y decirle: “Lo siento, colega. No debió reñirte en público”. Ahora pienso en Charles Bukowski. Porque Bukowski, que prefería pasar hambre a perder la dignidad o ser rebajado a la condición de bestia, se hubiera quitado el uniforme y se hubiese despedido en el acto, con su orgullo por bandera.
No es la primera vez que asisto a una de esas broncas públicas, de jefe a súbdito. Las he presenciado en hamburgueserías, en bares, en restaurantes, en cafeterías. Repudio esa actitud, me pone enfermo. Quizá el maître quiso demostrar que allí no pasaban ni una, enseñarnos a los comensales que hacían las cosas así, que corregían los errores. Pero no son formas. Lo justo, para los clientes y sobre todo para el trabajador, sería llevárselo aparte y amonestarle en privado.