Uno de los mejores días del pasado puente, durante mi estancia en Zamora, fue el Jueves Santo. Sin duda suele serlo, pero esta vez por otros motivos. Por motivos muy diferentes. Aquella tarde apareció en la ciudad uno de nuestros amigos, uno de nuestra vieja panda, alguien a quien conozco desde que éramos niños en el colegio, alguien con quien me compenetro bastante aunque somos distintos y ambos hemos comprobado nuestra mutua evolución a lo largo de los años: él se rapó el pelo y entró en el ejército; yo me dejé el pelo largo y me puse a escribir. Dos caras de una misma moneda, defendidas por Don Quijote en su célebre y apasionante discurso de las armas y las letras. Y ese amigo apareció por sorpresa en la ciudad después de haber estado alrededor de cinco o seis meses en Afganistán en su puesto de sargento. No es la primera vez que está destinado en tierras remotas y en misión de paz.
Tras el reencuentro repartió regalos para todos. Pulseras, pañuelos, souvenirs, papel moneda. Yo recibí un pañuelo palestino en el que puede leerse uno de mis apodos, la fecha y las palabras: “Afghanistan” y “Herat”, y un llavero que contiene un diminuto escorpión de verdad, y un billete afgano de recuerdo, en el que hay impreso el dibujo de un campesino con turbante y una horca que remueve la cosecha. Después nos fuimos en masa al Mesón Balborraz, un local en el que siempre nos reunimos en la tarde del Jueves Santo. Allí, sentados a las mesas, degustando un poco de cerveza de barril y comiendo hornazos (el hornazo de este mesón es mítico, imprescindible en una visita a Zamora), pasamos la tarde. Yo estaba ávido de sus historias, pues en definitiva ese es el resumen de mi vida: contar y escuchar historias; y le pedí que, por favor, nos relatara algunas de sus andanzas. Cualquier cosa: cómo se encontró allí de ánimo, qué comía, cuál era el clima y cómo lo soportaba, si había visto muertos, si había patrullado mucho, si vio a mujeres con el burka puesto, si aprendió palabras en otros idiomas, si habían tropezado con talibanes. Nos alegrábamos de tenerlo de vuelta. En casa.
Él atendió a nuestras peticiones mientras, en la penumbra confortable del mesón, devorábamos los hornazos y pasábamos la comida con tientos a las jarras de clara y de cerveza. No nos contó todo, claro. El soldado con vocación, el buen soldado en su oficio, guarda un código de fidelidad y de secreto, y hay cosas que jamás saldrán de su boca, ni siquiera en presencia de su familia. Existen ciertas historias que nunca pasan la frontera, que se quedan en las trincheras y en los barracones y en los lugares donde los soldados duermen al raso, sintiendo el frío en la piel y el miedo en el alma. Es así, debe ser así. Nos relató anécdotas del país, de cosas que no sabemos porque Afganistán es un gran desconocido para muchos de nosotros: los grupos étnicos, el matriarcado dentro del hogar y las paradojas que existen alrededor de la mujer y su relación con el hombre, los pueblos de cada valle regidos por un mismo individuo, las bajas temperaturas del invierno, el modo de vida de algunas aldeas aún instaladas en una especie de Edad Media, las miradas de los pastores que no están conectados con el mundo y no saben por qué merodean por allí tropas cuyos guerreros hablan en otras lenguas, la cantidad de chiquillos que no saben que viven en un país y que sólo conocen su poblado. La pobreza. El desierto. El cielo limpio, perfecto, cuajado de estrellas. El corazón encogido cuando la patrulla entra en aldeas en la que no se ve un alma en las calles. O cuando ven talibanes, cuyas presencias imponen. Fascinantes historias. Y una frase que nuestro colega nos repitió: “Allí hay una lucha continua por la supervivencia”.