Ha sido un mes duro por las muertes de varias figuras indispensables de la historia del cine. Nuestra memoria no sólo está hecha de cuanto vivimos, sino también de lo que leímos, escuchamos y vimos. Nuestra memoria, la del hombre de estos tiempos, es un conglomerado de cómics, películas, novelas, cuentos, canciones, videoclips. Por eso quisiera rendir homenaje a estas figuras dando un par de pinceladas con los recuerdos más gratos que sus respectivos trabajos dejaron en mi memoria.
Éramos niños y nos llevaron, a mis hermanos, a algunos de mis primos y a mí, al reestreno o la reposición de “El Álamo”. En un cine de Madrid, probablemente de la Gran Vía. Lo único que recuerdo de ese viaje es el interior: la sala oscura, mi primo a mi lado, el rostro de mi madre y de una de mis tías y, sobre todo, la película. El resto (la fecha, el clima, el motivo del viaje a la capital) se ha diluido para siempre. En aquellos tiempos el juego infantil consistía en querer ser uno de los personajes de la película. Nos gustaba elegir al héroe, en este plan: “Me pido ser Luke Skywalker”, y el otro respondía: “Bueno, pues yo me pido Han Solo”. Hoy me sonrojo al rememorarlo. Durante la proyección de “El Álamo” dije: “Me pido ser Davy Crockett”. Vi en Crockett a un héroe de gran fortaleza, encarnado por John Wayne, que era y será siempre uno de los grandes del western. Entonces mi primo dijo que él era Jim Bowie, o sea, Richard Widmark, al que nosotros conocíamos como “el del cuchillo”. Recuerdo la frase enérgica de Widmark (“¡Acuchillar, espolear, Will!”) en esta película y recuerdo que sentí envidia de mi primo porque el tipo del cuchillo era más guerrero, más agresivo, menos plano. Quizá fue a partir de entonces cuando empecé a advertir que los héroes más interesantes no son los que presentan un despliegue de virtudes sin debilidades ni defectos, sino precisamente aquellos que ostentan claroscuros. Wayne estaba en el primer caso y Widmark en el segundo. Ese es mi primer recuerdo de Richard Widmark. De Paul Scofield conservo algunas huellas más tempranas en la memoria, pero donde me hizo mella fue en “Quiz Show”, en la que encarnaba a un respetable poeta y escritor entrado en la tercera edad y padre del hombre que es comprado para amañar un concurso de la televisión. Scofield era el padre, en la ficción, de Ralph Fiennes. Cuando uno se imagina a los escritores y poetas de setenta años, se los imagina como en ese retrato que hizo Scofield de Mark Van Doren: elegantes, sobrios, precisos, dignos, orgullosos. Es inolvidable la escena en la que Van Doren le grita a su hijo: “¡Tu nombre es el mío!”, reprochándole que manchara el apellido familiar con su participación en el concurso amañado.
Y Ralph Fiennes nos conduce a otra de las figuras fallecidas en días pasados: Anthony Minghella, quien lo dirigió en “El paciente inglés”, película que para unos es un tostón y para otros es un gran filme (me incluyo en el segundo grupo). Estaba terminando el último año de mi carrera en Salamanca cuando se estrenó en España. Es la mejor obra de Minghella y para mí es importante por varias cuestiones: me hizo leer la novela de Michael Ondaatje en la que se basa, me descubrió al compositor Gabriel Yared y me confirmó la versatilidad de un actor (Fiennes) capaz de innumerables registros, porque había rodado seguidas “La lista de Schindler”, “Quiz Show”, “Días extraños” y “El paciente inglés”. Y luego está Rafael Azcona. Sin su presencia el cine español no se entiende. De crío vi muchas de las películas que escribió, sin entender ninguna. Pero me fascinaba “La miel”. Por Jane Birkin, claro.