Los inmigrantes que desembarcaron por primera
vez en Battery Park no tardaron en percibir que
lo que les habían contado sobre la maravillosa
América no era del todo exacto: tal vez la tierra
pertenecía a todos, pero aquellos que habían
llegado primero estaban ya servidos, y no podían
evitar amontonarse de a diez en los tugurios sin
ventanas del Lower East Side y trabajar quince
horas por día. Los pavos no caían rostisados en
los platos y las calles de New York no estaban
pavimentadas con oro.
En realidad, la mayoría ni siquiera estaba
pavimentada. Y comprendían entonces que se los
había hecho venir para que ellos las pavimentaran.
Y para cavar los túneles y los canales, construir
las rutas, los puentes, las grandes represas, las vías
del tren, limpiar los bosques, explotar las minas
y las canteras, fabricar los automóviles y los
cigarros, las carabinas y los trajes, los zapatos,
las gomas de mascar, el corned-beef y los jabones,
y construir rascacielos aun más altos que aquellos
que habían descubierto al llegar.