No sé si fue Julio Cortázar quien dijo que los cuentos de Edgar Allan Poe deberían ser leídos a la luz de las velas, en solitario y en silencio, para de ese modo sentir el influjo de las narraciones de horror y experimentar el miedo en su estado más puro. La cita no es exactamente así y puede que no pertenezca a Cortázar. La leí hace muchos años y no la apunté y a veces me viene a la cabeza la esencia de la misma. De momento, no me he atrevido a seguir el consejo. A pesar de adorar el género de terror, todavía no me ha dado por aislarme en una habitación, apagar las luces, sentarme en la cama, encender una vela en la mesilla y leer a Poe, o a cualquier otro autor de similar temática. Supongo que debe ser una experiencia inolvidable.
Traigo esto a colación porque se ha dado un par de veces en los últimos días la circunstancia de leerme libros relacionados con el medio en el que viajaba y con la temática de cada libro. Y supone una curiosa y de algún modo enriquecedora experiencia. Como si participaras aún más en el libro, como si fueses uno de los personajes secundarios, un tío que permanece quieto y mudo en los márgenes de la página y que no dice nada, sólo se limita a observar. Me sucedió en marzo, al menos en dos ocasiones. Y juro que no lo hice adrede. Estaba leyendo “Circular 07. Las afueras”, de Vicente Luis Mora, uno de esos títulos cuya lectura había ido aplazando porque, desde que lo compré, se me cruzaban lecturas de compromiso, libros de regalo y demás textos que uno consume por motivos de trabajo o por apetencia. Llevaba, pues, mediada la lectura, cuando tuve que desplazarme en el metro de Madrid, en una travesía subterránea de casi una hora. Esto, para quien no haya leído el libro ni conozca su argumento, no parece raro. Pero a mí me lo pareció porque el título alude, principalmente y aunque posee más significados, a la Línea Circular de Madrid, la línea gris sin principio ni final. Muchas de las historias, anécdotas, poemas y cuentos del libro transcurren en el metro. Hay incluso un pequeño relato sobre un hombre que se dedica a leer los libros de los demás, por encima del hombro de los lectores, en sus viajes por el subterráneo. La coincidencia no sería tal si yo viajara a menudo en el metro, pero apenas lo tomo, salvo en casos esenciales y en trayectos hacia las afueras de la ciudad. Yo estaba, pues, sentado en un vagón del metro de Madrid leyendo las historias que alguien había escrito con el metro de Madrid como telón de fondo. Parecía que los vagones y sus pasajeros se habían salido del libro para rodearme.
Lo siguiente ocurrió en mi último viaje a Zamora. Días atrás había empezado la lectura de un libro del que les hablé, uno de Jack Kerouac. Durante el trayecto estuve leyendo un rato. Una parte de este libro de Kerouac transcurre en las carreteras, y dicha parte coincidió con el viaje y mi lectura. Kerouac hablaba de las carreteras, las rutas, los caminos. Yo sólo debía incorporar la cabeza y mirar por la ventanilla para ver la carretera, porque todas significan lo mismo, sean españolas o estadounidenses. La primera vez que vi “El club de la lucha” me habían sacado una muela, y el dolor persistía, y en la película se rompían las dentaduras a puñetazos y me dolió más que si no hubiera pasado el día anterior por el dentista. Tal vez deberíamos leer algunas obras (sólo algunas, en las que los escenarios no nos hagan daño) en un entorno parecido al que habita sus argumentos, y vivirlas así a fondo. En barco, leerse “Moby Dick”. En una casa rural aislada y solitaria, “Misery”. En la jungla, “El corazón de las tinieblas”. En un pueblo, “El camino”. En Los Ángeles, “Pregúntale al polvo”. Y así.