Son las cinco y media de la madrugada. Viajo en el asiento trasero de un taxi. ¿Voy a acostarme o me acabo de levantar? No os lo digo. No tiene importancia, esta vez. La noche es cerrada, pero no hace frío. Sólo una ligera brisa. A veces entras en un taxi y hay un silencio absoluto, el conductor no habla y no lleva la radio encendida. O tiene sintonizada una emisora y puedes escuchar algunas canciones; no siempre son de tu agrado, pero al menos es música. Lo peor que puede suceder es que el taxista escuche un partido de fútbol. O una tertulia política. A veces entras en un taxi y la radio está encendida y, además, el conductor habla y cuenta historias. A uno le encanta que le cuenten historias, siempre que el narrador no sea un pelmazo.
Decíamos: las cinco y media de la madrugada. Conduce una mujer. Una taxista. Algo que has visto en las películas. Pero, hasta ahora, no habías montado en un taxi a cargo de una mujer. ¿Cuál es la diferencia? Ninguna. La voz, quizá. Y que no estabas acostumbrado a esto, pues se supone que es una profesión de hombres. Pero hay un escollo, y es que algunos pasajeros se aprovechan de la condición femenina. Quiero decir que se supone que, para una mujer, es más difícil librarse de un fulano beodo y molesto o escapar de un robo. La taxista, simpática, un poco brusca, menos femenina de lo normal, cuenta una anécdota. Dice que hay gente que luego no paga la carrera. ¿Y qué haces entonces? Te metes en un lío, o lo dejas correr. Los mejores servicios, cuenta, son los de esos ejecutivos que tienen que recorrer tres manzanas de la ciudad y prefieren coger un taxi porque paga la empresa. Hacen esperar al taxista un rato, y probablemente tardan en bajarse. Y por ello pagan una buena cifra. Una noche, dice ella, recogí a un hombre. Yo, al principio, no me di cuenta, ¿sabes? No me di cuenta de que estaba borracho. En la primera impresión eso no se nota, mientras se sube al taxi y te indica la calle a la que quiere ir. Eso lo notas un poco después, dice, cuando ya estás en marcha. Pero no puedes hacer nada. Es demasiado tarde. El hombre estaba borracho, continúa ella, y entonces me dice que si puedo llevarle al barrio de… (aquí, la taxista nombra un barrio de connotaciones peligrosas cuyo nombre he olvidado). Me dice que tiene que subir a casa a coger el dinero, que no lleva nada encima y que, en cuanto lo coja, bajará a pagarme, tendremos que recoger a un amigo e ir a otro sitio. La conductora prosigue: yo no me lo creo. No tengo por qué llevar a un borracho a un barrio como ése para que suba a casa a por un dinero que igual no tiene y luego se monte con otro tío. Me daba mala espina, ¿sabes? Es de esas veces que lo notas. Que algo va mal. El cliente decía que, en casa, tenía los billetes tirados por el suelo, como si le sobraran. Pero se notaba que no era una persona a la que le sobrara el dinero.
Queda poco para llegar a nuestro destino y la taxista prosigue. Así que le dije, continúa ella, que no estaba dispuesta y le pedí que se bajara del taxi. Hay veces que prefieres quedarte sin el dinero a arriesgarte a que te pase algo, ¿sabes? Detuve el coche y no había manera de sacarlo. Así que llamé a la policía. Y le expliqué a uno de los policías que yo no tengo por qué llevar borrachos en el taxi, que figura en el reglamento. ¿Y sabes lo que me dijo? Que, bueno, que el hombre no tenía que conducir y que, al fin y al cabo, no tendrían que hacerle el control de alcoholemia. Menos mal que llegaron algunos compañeros taxistas y conseguí que lo sacaran. Ella termina la historia y pienso que las mujeres siempre lo tienen más difícil. Tienen que sobrevivir en este mundo y están rodeadas de trampas y de zancadillas.