Estoy dentro de ese laberinto moderno al que llaman el Palacio de los Deportes de Madrid. Hay cuero negro, pelos negros, botas negras, maquillajes blancos, ambiente gótico. Vamos a ver a Robert Smith y The Cure, un clásico. Por allí encuentro a un colega zamorano. Nos abrazamos, comentamos la jugada. Voy con un amigo y pedimos algo de beber en la barra. Un mini de cerveza, o sea, un litro, por el que te soplan nueve euros. Al amigo con el que voy se lo digo, que aquí he visto a algunas de las mejores bandas: Pearl Jam, Coldplay, Muse, Red Hot Chili Peppers… Sugiero que nos coloquemos en la retaguardia, cerca de la mesa de controles, para no comernos las aglomeraciones. Aquí es donde mejor se está, digo. Atrás, sin agobios, sin empujones. El público continúa entrando cuando sale Smith al escenario. Cualquier tema que toque The Cure te hace sentir bien, a gusto. Su música tiene un efecto sedante. Es como dejarse llevar. Como si, sentado en una barca, el mar te meciese y lo fueras notando poco a poco y ese vaivén suave te gustara. Pero también hay lugar para los temas eléctricos, como latigazos de oscuridad. La gente está emocionada. Son las nueve y media. Flashback número uno, treinta horas antes: nos sobra una entrada de pista y queremos venderla a su precio normal. Cuelgo la información en mi bitácora, siembro algún que otro email, esperando que alguien la compre. Sin éxito.
No sé cuánto llevamos aquí dentro. No demasiado. En cualquier caso, hay urgencia por orinar. Vamos hasta los servicios. En el camino, más gente de Zamora a la que saludo. ¿Por qué todos manifestamos más júbilo cuando nos encontramos fuera de nuestra tierra? Tal vez por la alegría de ver un rostro familiar allá donde no esperabas verlo. Al entrar en los servicios, otro colega zamorano. Cruzamos unas palabras. De vuelta hacemos otra cola para pedir una cerveza en el bar. Una chica gótica y furiosa, detrás de nosotros, habla por el móvil: “¡Esto es una mierda! Aquí la gente no hace más que beber y fumar. ¡Esto está lleno de pijos! ¡Es un asco!” Bueno, pienso, es un concierto, ¿qué demonios esperabas? ¿Gente rezando? ¿Bebiendo zumos? Me fijo en las escaleras de acceso a la pista: aún sigue el flujo de público. Mi colega envía un mensaje a una amiga: ella todavía está intentando entrar en el pabellón. Al regresar a la pista, observamos compungidos que no cabe un alfiler. Uno de los colegas de Zamora, un tipo argentino que antaño me adiestró en la buena música rock y me prestó muchos discos, entre ellos el primero de Pearl Jam, me dice que ni lo intente, que no hay manera de entrar. Es imposible acceder ya al lugar en el que estábamos, en la retaguardia, y todo por culpa de una urgencia urinaria. Nunca había visto este pabellón tan lleno. Gente que va, gente que viene. Aglomeraciones. Empujones. Hombres y chicas a los que, de vez en cuando, sacan inconscientes. Flashback número dos, cinco horas antes: busco en webs de anuncios posibles compradores. Ofrezco la entrada. Sin éxito.
El directo dura tres horas. Un lujo. El sonido es limpio, sedante, agresivo, siniestro, perfecto. La voz de Smith no ha cambiado. Volvemos a los ochenta. Hacia el final (nos obsequian con tres bises) hay más caña. El público se vuelve loco. Gente que va, gente que viene. Es imposible ver nada. Nos flipan los temas míticos: “Boys don’t cry”, “Lovesong”, “Friday I’m in Love”, “Lullaby”… Y también los nuevos. Salimos satisfechos. Flashbacks número tres, cuatro horas antes: estamos en la cola, a punto de entrar. Pasa un tipo y pregunta: “Oye, no te sobrará una entrada para venderme, ¿no?” Le digo: “Pues sí, has tenido suerte. Te la vendo al mismo precio”.