Apenas cinco días de Semana Santa en mi ciudad. Sin tiempo para hacer todo lo que uno tiene planeado. Pero con todo el tiempo del mundo para congelarse poco a poco. Quiere decirse que, cuando uno lo pasa bien y disfruta, parece que las horas transcurren al doble de velocidad; pero el frío de estos días logra el efecto contrario, de tal modo que, con las manos y los pies helados, las horas parecen transcurrir más despacio. El reloj biológico se avería, entonces. Una hora dentro de un bar, abrigado y caliente, parece cinco minutos. Cinco minutos en la calle, con el frío atravesando la ropa y el cuerpo para alcanzar el corazón, parecen una hora. Cada noche regresa uno a casa con la piel morada de las bajas temperaturas. El único momento de auténtico calor es cuando el cuerpo se introduce entre las sábanas. El resto es frío.
En las pocas horas diurnas que uno pasa en casa, descansa en el sofá haciendo zapping. La programación de la tele ha cambiado. No se encuentran las películas que solían poner, año tras año, tantas veces que al final no eran un disfrute sino que se habían convertido en una tortura: “Los Diez Mandamientos”, “Ben-Hur”, “Jesús de Nazaret”. En el televisor cazo un telefilme titulado “El principio”. En la tele ya no cuelgan clásicos; ponen telefilmes modernos de cartón piedra, lo cual es peor, menos saludable. De vez en cuando sale alguna estrella de Hollywood. Martin Landau, actor extraordinario y casi siempre desaprovechado (salvo cuando le ha echado un cable gente del talento de Tim Burton o Woody Allen), interpreta a Abraham. Rostro anguloso, pómulos tan marcados que podrían cortar, mirada serena, una larga barba gris y venerable. Dios le ordena que entregue a su hijo en sacrificio, y entonces uno recuerda las historias bíblicas de su infancia, esas que tiene tan olvidadas, pero en las que se adentró mediante catecismos, libros de texto, tebeos y películas y seriales: “La Biblia en cómic” me fascinaba de niño. Poco después de la muerte de Abraham, uno abandona el telefilme porque cada vez es menos creíble ver al pueblo de Israel interpretado por actores ingleses y norteamericanos, incluidos los extras a los que colocan una túnica y maquillaje para oscurecer la piel.
En la calle las cosas también han cambiado. En algunos tramos por los que desfilan las procesiones ya no hay nadie. No hay espectadores. Un absoluto vacío. En otras, en cambio, no cabe un alfiler de pie. Es difícil resistir las heladas, aguantar varias horas en la calle, a la intemperie. Algunas personas son más listas y van a ver las procesiones con una silla plegable, incluso con una manta para protegerse las piernas. Cualquier remedio es válido para no sufrir. Las familias que viven aquí durante el año entero, nuestras propias familias, cuentan cómo casi todo el mundo está mal del estómago en la ciudad. Hablan de un virus cuyas consecuencias incluyen vómitos y diarrea y a veces incluso fiebre. Y tú vas y lo pillas. O coges algo parecido, o quizá sea un corte de digestión por culpa del viento helado. Los camareros te dicen que este año ha sido un poco flojo. Que hubo noches en las que no trabajaron mucho. Lo que sí está lleno, siempre, es Santa Clara y el camino a La Catedral. Un paseo al que la gente sólo renuncia cuando llueve. En los garitos, cuando estamos cansados de caminar, de trasnochar, decimos las mismas frases: “Ya no soy el que era. Estoy viejuno. La noche pasa factura”. Pero lo cierto es que, año tras año, ahí seguimos los mismos, dando el callo, aguantando los estragos del tiempo, del frío, del cansancio, del fracaso y de lo que haga falta. Si algo le sobra al zamorano es resistencia.