Sábado en Zamora. Estábamos tapeando y habíamos quedado con Francisco A. López. Si lo nombro es porque quizá hayan leído sus ocasionales artículos. Apareció cuando entrábamos en el Viriato, que es lugar donde sirven tapas muy sabrosas. Me había dicho que quería hablarme del capitán Alonso de Contreras. Yo acepté. Podríamos charlar un rato y, de paso, me contaría la historia. Le advertí: estoy en una época en que la novela histórica me produce urticaria, salvo si el autor es Arturo Pérez-Reverte. Para mi sorpresa, me regaló un libro. Y no era una novela moderna en torno a Contreras, sino sus memorias. Sus hazañas, de puño y letra. Y eso ya me interesa más, por lo que tiene de documento de primera mano, de manuscrito de alto valor histórico. Se titula “Discurso de mi vida” y lo ha publicado una editorial que yo no conocía: Armas Tomar Ediciones. Son apenas ciento cuarenta páginas.
Alonso de Contreras es un personaje fascinante. Conoció a unos cuantos grandes del Siglo de Oro e incluso Lope de Vega le dedicó su obra “El Rey sin reino”. Desde que era un muchacho su máxima aspiración fue recorrer el mundo, meterse en aventuras, participar en la guerra. Así, se enfrenta a corsarios, a turcos y a moros, e incluso a españoles con los que no duda en cruzar el acero en cuanto estos le faltan el respeto o le hacen una perrería. Estuvo en prisión y fue juzgado por varias pendencias, y le nombraron “rey de los moriscos”, justo cuando había decidido recluirse en la montaña como ermitaño. A Contreras se le calentaba la sangre en seguida. En un pasaje en el que, dentro de un barco, los soldados a su cargo se rebelan y desobedecen las órdenes, Contreras no duda en asestarle un mandoble con la espada al más valiente: “alcé y dile tal cuchillada que se le veían los sesos”. Cuando su mujer se encama con otro, los asesina a ambos. No le faltan duelos y altercados, ya sea por asuntos de guerra, ya de conquista o de deshonor en la ciudad. Leyendo estas memorias comprueba uno lo bestias que eran entonces. Tiraban del hierro a la mínima. Hay un capítulo en el que, a un muchacho que le ha echado veneno al capitán, le dan cien azotes y luego le cortan los dos dedos de cada mano con los que espolvoreaba el solimán (la clase de veneno empleado). Era costumbre, después de propinarle azotes a un tipo, echar sal y vinagre en las llagas y heridas de la espalda, pero nunca me queda claro si es por curarles bien o por no ahorrarles alivio tras el castigo.
Estas memorias contienen algo de la picaresca en sus primeras páginas. Los títulos, a la antigua usanza, aclaran lo que se va a contar: “En el que se dice la salida que hice de Madrid para Flandes y los sucesos por la muerte del Rey de Francia”. De vez en cuando asoma el humor, principalmente en los lances, en los enfrentamientos y en esas ocasiones en las que dos o más hombres se encaran y se enzarzan en una disputa que termina en ríos de sangre. Véase este pasaje: “Me embosqué en el pinar y topé con un turco como un filisteo con una pica en la mano, y en ella enarbolaba una bandera anaranjada y blanca, llamando a los demás; yo enderecé contra él y le dije: «Sentabajo, perro»; pero el turco me miró y se rió, diciéndome: «Bremaneur casaca cacomiz», que quiere decir: «Putillo, que te hiede el culo como un perro muerto»”. Si algo se le puede reprochar a la narración es que el autor no se detiene, no hay pausa, en tres líneas puede haber visitado dos países y pueden haber transcurrido varios años. Eso le da agilidad, pero cansa un poco. De este libro existen varias versiones, la última de las cuales se acaba de publicar en la editorial de Javier Marías.