Llegadas estas fechas, como es obvio, compro antes del Jueves Santo un carro de comestibles para repartirlos durante la procesión de Jesús Nazareno en la madrugada del Viernes Santo. La tradición manda que se lleven almendras bajo la túnica. Por eso en algunos puntos de la ciudad proliferan los puestos callejeros donde los vendedores elaboran las almendras, aplastados por el frío de la intemperie. Pero algunas tradiciones acaban muriendo tarde o temprano. Yo, antes, repartía almendras. Hay dos formas de hacerlo. La primera es llevarlas todas juntas y revueltas en una bolsa. Y luego meter la mano e ir dando una o dos por persona. Pero esto, para mí, presenta un inconveniente mayúsculo: diez minutos después de iniciar el reparto la palma de la mano y los dedos quedan cubiertos por una fina capa de azúcar. La mano empieza a sudar. Y a veces un cofrade quiere soltar una almendra y se le resiste, porque está pegada en la palma y no hay manera de que caiga a la mano del espectador. Esto, lógicamente, al personal le repugna y se oyen comentarios de esta índole: “¡Ay, qué asco, tía! No te la comas, que la llevaba pegada en la mano”. La segunda forma es la que, según creo, ponen en práctica muchos. Consiste en envolver las almendras individualmente en un plástico o en una bolsa diminuta; también se acepta lo de preparar paquetitos que contengan tres o cuatro almendras. Eso ya va en gustos y en manías. Que no les engañen: esa pesada tarea de envolver las almendras de una en una o en paquetes de tres en tres suele encargarse a las madres y a las hermanas, y en algún caso a las novias. Nosotros repartimos y desfilamos, pero al fin y al cabo ellas son las que se lo curran en la sombra. No voy a insistir en ello porque esto ya lo dije en su momento.
Como digo, empecé repartiendo las almendras con el primer método. Vista la cara de asco de la gente y la molestia de la mano, vestida de azúcar y pegajosa, cambié al segundo, que también acabé abandonando porque en los fondos no podía llevarme almendras a la boca para matar el hambre. Con una mano es difícil quitarles el envoltorio. Así que, desde hace unos años, prefiero las gominolas. Se pueden llevar juntas en una bolsa. La condición imprescindible es que no tengan una capa de azúcar. Es preferible que sean gominolas lisas al tacto. Aunque se pueden camuflar cuatro o cinco de ellas con azúcar (por ejemplo, las Coca-Colas, que gustan mucho a la gente), y, cuando la mano entra a cazar a la bolsa, dado que están mezcladas y dándose por retambufa, no hay mucho peligro de contacto. De ese modo no se pegan a la mano, la palma no suda y, de vez en cuando, en las paradas, puedes comer una. El público suele ser escrupuloso, pero ya le digo, señora, que tenemos las manos limpias. A ser posible, hay que desfilar en procesión con las manos aseadas y el corazón limpio.
Como llegué a Zamora el Miércoles Santo por la tarde, tuve que comprar las gominolas en Madrid. Entré en una tienda de caramelos de La Latina. Le pregunté a la dependienta si tenía gominolas sin azúcar y me dijo que ella no trabajaba ese género, que su tienda era la mejor de Madrid y bla-bla-bla. Sí, mujer, no lo dudo, pero las quiero sin azúcar, usted no lo entendería. Conseguí unas cuantas en otra tienda próxima, pero sólo había cuatro variedades. Encontré un local de chucherías de Lavapiés regentado por un africano. Me serví una bolsa variada. Al ir a pagar, comprobé que no había caja ni balanza. El negro me dijo: “Se paga allí enfrente”. Crucé a la otra acera, entré en una tienda de ultramarinos, el tipo que había dentro las pesó y le pagué. Insólito: comprar en una tienda y pagar en otra muy distinta. Madrid tiene esas cosas.