domingo, febrero 03, 2008

La correspondencia

Al concluir la mañana, bajé al portal para comprobar si había correo. El buzón estaba vacío. En cambio, en el tablón de corcho donde a veces clavan anuncios o notificaciones oficiales para la comunidad de vecinos, había un formulario amarillo de Correos. Uno de esos avisos para ir a recoger alguna carta o un paquete a la sucursal más próxima. Alguien lo habría recogido del suelo y lo habría clavado con un alfiler al tablón, porque el mensaje a mano que había puesto el cartero indicaba su imposibilidad de acceder al portal. Era un mensaje al dorso, en el que, con evidente tono de furia, anunciaba que, después de tres días de venir y llamar sin que le abriera nadie, se había dado por vencido. Tendríamos que ir a buscar el correo a una sucursal. Apuntaba el nombre de la calle de esa sucursal. Pero no aclaraba quién era el destinatario o destinatarios. No aclaraba nada más. Fui hasta esa dirección anotada en el papel y estaba cerrado. Sólo abrían por la mañana.
Decidí que me encargaría yo mismo. Mis horarios flexibles me lo permiten, al contrario de lo que sucede con la mayoría de inquilinos del edificio. Al día siguiente, por la mañana, volví a la sucursal. Eran las doce y en la puerta habían pegado un aviso. La nota anunciaba que sólo atendían al público de nueve a diez y media de la mañana. Me pareció un horario extraño y me salté el aviso a la torera y entré. No era una de esas oficinas de Correos donde atienden al personal, o donde la gente va a enviar o recoger su correspondencia. Era una oficina sólo para quienes trabajan en el servicio postal y clasifican las cartas y los paquetes. Una sala amplia y vacía de gente, con numerosos escritorios y sillas. Al fondo, un único hombre sentado ante un ordenador. La oficina tenía algo de sala clandestina, de templo donde se custodian nuestras misivas y nuestros secretos. Le tendí el papel al hombre e inventé que no podía ir más pronto. Le dije que los timbres del edificio funcionaban mal. Yo comprendía al cartero. Buscó en la casilla destinada a nuestro portal. Había un grueso fajo de papeles, sujetos por una goma elástica. Era el correo de varios vecinos. Me lo llevé todo.
En el grueso fajo había de todo: revistas en sobres transparentes, facturas, informes bancarios, cartas personales. Para mí había un libro, metido en un sobre marrón. Cualquier otro tipo hubiera dejado encima de los buzones el mazo de correspondencia, para que la gente buscara y se sirviera por su cuenta. Pero yo no soy cualquier otro tipo. De modo que hice el papel de cartero durante un par de minutos. Fui metiendo cada carta, cada sobre, en el buzón que le correspondía. Para que los vecinos, al volver de sus trabajos, sólo tuvieran que abrir sus casillas, recoger las cartas y subir a sus pisos. La sensación durante el reparto fue extraña, y desde luego maravillosa. A éste le doy una carta que probablemente llevará esperando tres o cuatro días; se alegrará de recibirla, seguro. A ésta, una factura que quizá sea un disgusto, como suelen serlo las facturas. A esta familia, la revista de televisión por cable que les ha llegado con retraso. A aquella mujer de apellido extranjero, una misiva de otro país; quizá de su país. Un reparto de secretos que podía intuir por el membrete de cada sobre. Un reparto de alegrías y disgustos. Esto no quiere decir que soñara con ser cartero, pero ahora puedo saber cómo se sienten, al menos en los primeros días de su oficio. Luego, supongo, el encanto se disuelve y el alborozo se transforma en rutina. Durante esos dos minutos, me gustó ser el emisario. El tipo que trae buenas y malas noticias. El portador de la correspondencia. De cartas que nunca deberían extraviarse.