Estábamos malhumorados y demasiado bien pagados. Nuestras mañanas carecían de alicientes. Quienes fumábamos por lo menos teníamos algo que esperar a las diez y cuarto. A la mayoría nos caía bien casi todo el mundo, unos pocos detestábamos a determinadas personas, a uno o dos les gustaba todo, querían a todos y por eso eran objeto del unánime vilipendio. Nos encantaban los bollos que, de tarde en tarde, nos daban gratis por la mañana. Nuestros privilegios eran asombrosos por su cobertura y calidad. A veces nos preguntábamos si merecían la pena. Pensábamos que quizá sería mejor marcharnos a la India, o volver al parvulario. Hacer algo con los disminuidos físicos o trabajar con las manos. Nadie se dejó llevar jamás por tales impulsos, pese a sus crispaciones cotidianas, en ocasiones constantes. En lugar de eso, nos reuníamos en salas de conferencias para hablar de los asuntos de la jornada.
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