Detesto las tiendas de ropa. Las tiendas, en general. Me aburren, y sólo yo tengo la culpa. Si no existe la posibilidad de ver los cuatro objetos que me embrujan (libros, discos, cómics, películas), empiezo a bostezar. Sin embargo, existe otro tipo de tiendas, supongo que podríamos llamarlas decorativas, donde la falta de películas, cómics, discos y libros es recompensada por un surtido colorista de figuritas, carteles, chapas, juguetes, camisetas con leyendas, objetos revival y demás complementos. Ahí sí soy capaz de entretener la mirada. Podría citar ese clásico que se llama Electra, una de cuyas sucursales en Madrid está por San Bernardo, pero estaría haciendo trampa porque Electra es, en términos generales, una tienda de cómic. Y hay un montón de tebeos. Si vienen por Madrid y son cinéfilos y están locos por el cómic, les daré dos consejos. El primero es que vayan en seguida a Electra y se pierdan en la amplitud del local, y observen la cantidad y calidad de novelas gráficas nuevas y de tebeos antiguos y toda la parafernalia y el merchandising que algunos genios del marketing y la creatividad son capaces de inventar. El segundo consejo es que no vayan a Electra, porque ese hechizo se vuelve pronto contra uno, y uno quiere comprarlo todo, o al menos un ochenta por ciento de lo que ve, y al final se va desolado y consciente de no poder comprar todo cuanto quería, y, si entró feliz, al final se va deprimido y soñando con ser millonario. Electra es como una dama bellísima y demasiado caprichosa, de antojos caros.
Hablemos de Popland. Está en Malasaña. No hay libros ni cómics ni películas. Sí hay discos, pero para mí no cuentan. Son discos de vinilo, al menos en la tienda que yo visito, y ya no compro vinilos. De modo que no suelo echarles ni un vistazo. Lo que predomina en esta tierra del pop, en este pequeño local de paredes agobiadas por la abundancia de productos, son otras cosas: tazas con portadas de Beatles y de Jimi Hendrix y de “Barbarella” y de “El padrino” y del ojo con pestaña postiza de Alexander de Large (“Alex”, para drugos y fans), bolas de espejo, máquinas de chicles, posavasos, bolsos retro, reproducciones de carteles de películas de Audrey Hepburn y de Boris Karloff y de “La naranja mecánica”, artículos para el fumador, postales de Mirinda y de Mazinger Z y de Jim Morrison, chapas, barajas, peluches, miniaturas, relojes de mesilla. Podría seguir enumerando hasta que nos hartáramos. Lo que más me atrae, y a veces compro, son las camisetas. Prendas con mis viejos iconos, por las que hubiera matado en mi infancia, pero entonces no las había en Zamora ni cerca de ella: “Harry el Sucio”, “Los Goonies”, Travis Bickle, Bruce Lee (han tenido que meter imágenes de archivo de él en un anuncio para que, por fin, se gane el respeto de todo el mundo) y, of course, el ojo de Alex. A Alex le ha ocurrido lo mismo que a Tony Montana (Al Pacino): el mito ha crecido, y hoy ambos están por todas partes, en las tazas, en la ropa, en los muñecos, en los artículos de decoración de lujo, en los despertadores y en las chapas. Cerca de Popland está Cinemaspop, de los mismos dueños. Es similar, pero todos sus objetos están consagrados al cine. También voy por allí y me desespero y al final sólo compro postales, que son lo más barato.
El problema de estas tiendas es que se ponen de moda y a menudo me topo con gente que lleva la misma camiseta que yo. Por eso ahora las pido por internet, a tiendas de otras ciudades e incluso de otros países. Hace meses me regalaron una joya: una camiseta de Iñigo Montoya y su célebre parrafada: “Hola, me llamo Iñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir”. En inglés, claro.