Estamos en una pequeña oficina del Rastro, para renovar una tarjeta que autoriza al usuario a acceder al garaje del barrio. En el barrio está prohibido circular con vehículo si no posees una de estas tarjetas, que controlan el área de prioridad residencial del distrito. Ahora hay cámaras que vigilan las calles, y los conductores sin permiso pueden ser multados. En la oficina no hay sala de espera. Nada más franquear la puerta, hay un par de sillas pegadas a la pared del lado derecho, y al lado una pequeña mesa donde un policía expide documentos. A la izquierda de la sala, otra mesa, grande y provista de un ordenador. Al fondo, dos mesas más. Entre la puerta y el resto de la habitación, pues, apenas hay espacio. Cada vez que entra alguien, espera de pie en los primeros metros de la sala. Las sillas están ocupadas. Y entra un montón de gente a resolver sus dudas o a tramitar multas o a renovar la tarjeta. Así que el resultado es una estampa francamente ridícula: nos apretujamos dentro, una vez franqueada la puerta, en el poco sitio que hay para esperar. No se puede guardar una cola de más de dos personas. Falta espacio. Cada uno espera donde puede. Detrás de mí llega una mujer. Pide la vez. Se la doy. Le digo que soy el último. Me pregunta si me importa que vaya hasta la mesa pequeña a preguntarle algo al policía. “No, pase”.
Mientras ella pregunta, la puerta vuelve a abrirse a mis espaldas. Es una señora mayor. Más mayor que la que la precede en el turno. En cuanto aparece, no sé cómo, lo sé: es la clásica señora que le echa morro y se cuela en el supermercado y en la cola de la pescadería, la que siempre te da un codazo para entrar antes que nadie al autobús, como si le fueran a robar el sitio, la que hará lo imposible con tal de no esperar en la cola y ser la primera en todo. Eso se ve. Se nota. Se adivina. Me dice: “¿Quién es el último?” Y pienso rápido: “Veamos. Si le digo que es la mujer de la mesa pequeña, la señora creerá que en cuanto el policía termine de atenderla, le tocará a ella. Entonces se armará el jaleo propio de estos sitios cuando los demás la acusen de colarse. Y la señora me echará la culpa a mí. De modo que, mejor, le digo que soy el último”. Digo: “Soy yo. Soy el último”. La noto nerviosa al ver la cola. “¿Toda esta cola es para lo mismo?” Y respondo: “Creo que sí”. Empieza a contarme su vida: “Mire, yo es que vengo a quitarle una multa a mi hijo. ¿Estamos todos para lo mismo? ¿O para las multas es otra mesa? Ustedes, ¿para qué están?” Y contesto: “Para renovar la tarjeta”. Pregunta a otras personas. El típico tío que sonríe de medio lado, en plan “Te jodes y esperas, como todos”, le responde: “Sí, estamos todos a lo mismo”.
La primera mujer, una vez resueltas sus dudas, regresa a la cola. A mi lado. Se sienta junto a la señora, porque acaban de dejar libres las sillas. Resulta que se conocen, quizá sean vecinas. La señora vuelve al ataque: “Mira, maja, vengo a quitarle una multa a mi hijo”. Y bla, bla, bla. “Y yo voy detrás de este chico”, dice, señalándome. La otra me mira a mí, esperando confirmación y suelta: “No, detrás de él voy yo. Tú vas detrás de mí. ¿Verdad?” Y yo: “Eh, sí, sí, en realidad va ella”. La señora: “Pues a mí me dio la vez él”. Y la primera: “Bueno, pero yo iba antes”. En los siguientes minutos la señora no para. Pregunta a todo el mundo. Trata de colarse. “Ahora vais vosotros, ¿no?”, nos pregunta. “Menos mal que ya queda poco”. Dice que se le hace tarde, que se va. Pregunta a este y al otro y al de más allá. La típica señora que marea. Que nos tiene fritos. Que en la sala de espera del médico te cuenta la vida de su marido. Pregunta por la vez. No hay manera de hacerla callar. Ya saben cómo les digo.