No sé con certeza cuántos años llevamos organizando una fiesta privada de Nochevieja. Calculo que siete o tal vez ocho años. No se trata de uno de esos locales vacíos. No se trata de un garaje. No es una nave sin barra ni servicios. Todo lo contrario. Es un bar con las dimensiones adecuadas. Alquilamos un bar y compramos las bebidas, los hielos, los vasos de plástico, la comida que se sirve a las cuatro de la madrugada, el cotillón y los adminículos de broma. Algunos años nos hemos disfrazado. A veces hemos sorteado regalos entre los asistentes. Nunca hubo problemas y aquellas fiestas siempre emitieron buenas vibraciones.
Una vez se le ocurrió a alguien llevar unos cuantos artículos de broma y dio en el clavo. Dan mucho juego. Pelucas de distintos colores y peinados, caretas de goma, gafas especiales, matasuegras, sombreros, gorros de Papá Noel, lapiceros para pintarse el bigote y la raya de los ojos, vestidos y cualquier chorrada que se nos ocurriese. Una de las particularidades de esta fiesta era que invitábamos a los padres a visitarnos. Y, cuando los lográbamos convencer, insistíamos para que se tomaran algo y se quedaran allí toda la noche, disfrutando del evento. Así, la fiesta ha sido una mezcla de amigos, primos, hermanos, parejas, madres, padres y nuevas adquisiciones. Un jolgorio familiar y amistoso: ¿se puede pedir más? Proliferaban los reencuentros, los bailes, las presentaciones, las danzas colectivas, las fotografías, las conversaciones. Sobre todo, las conversaciones y los gracejos. Además, al organizarla nosotros, evitábamos la trampa que hacen en algunos garitos, en Nochevieja: servir garrafón y echar el cierre antes de lo acordado. También la música era buena y variada. En suma, una de esas fiestas que uno nunca quiere que acaben. Los años se notan porque la gente, sin embargo, se cansa y se va a casa antes del cierre. Unos cuantos de los asistentes son padres recientes. Si la fiesta se celebrara dentro de unos años, no lo dudo: acabaríamos juntándonos tres generaciones. Abuelos, padres e hijos: ¿se puede pedir más? Antes de empezar esta etapa gloriosa para festejar la entrada del nuevo año, solíamos ir a otros garitos. He estado en muchos lugares, antaño y en la misma fecha: garajes, pubs, bodegas, naves de dos pisos. Pero nunca salí conforme. Esa es, al menos, mi experiencia. Aparte de los familiares, solían visitarnos amigos y conocidos a mitad de nuestra fiesta. Gente que no pensaba salir de farra, pero aceptaba pasar a saludar y tomarse una copa. Gente que tenía que trabajar a la mañana siguiente y también aceptaba entrar durante un rato. En fin, una fiesta emblemática y, desde mi experiencia, inolvidable.
Pero, como suele decirse, los tiempos cambian. Empieza a notarse el cansancio. Las cosas no son exactamente iguales. Empieza a notarse la edad. Unos cuantos quieren romper la tradición y probar otras fiestas, y no les culpo. Otros han optado por cambiar de ciudad en esa noche, y saborear nuevos aires. No se puede culpar a nadie de querer abrir horizontes. No se puede culpar a nadie de los cambios. Este año se percibió que casi todo el mundo tiene otros intereses. Se ha notado que el personal mira sólo por sí mismo. La fiesta, desde tiempos remotos, la organizamos entre unos pocos. Solemos ser los mismos. Y eso cansa. La organización cansa. Las compras, también. Prepararlo todo al detalle para que no haya quejas, agota. Estar en tensión porque la mitad de los posibles asistentes aún no ha pagado la entrada que financia el alquiler y las bebidas también estresa. Por eso, esta fiesta ha sido la última que organizamos. La próxima Nochevieja será una incógnita.