Me despierto con el zumbido del motor de un avión y la sensación de que algo tibio me resbala por la barbilla. Levanto una mano para tocarme la cara. Me faltan los cuatro dientes delanteros, tengo un agujero en la mejilla, la nariz rota y los ojos hinchados, casi cerrados. Los abro, miro a mi alrededor: estoy en la parte trasera de un avión y no hay nadie cerca de mí. Me miro la ropa. Tengo la ropa cubierta de una mezcla abigarrada de saliva, mocos, orina, vómito y sangre. Busco el timbre de llamada con la mano y lo encuentro, lo aprieto y espero y treinta segundos después llega una Azafata.
[Portada y fragmento del libro del que hablo en el artículo de abajo o en link directo: aquí]