Desde que vivo en la capital tengo ganas de ir a comer el famoso cocido madrileño a un restaurante. No, probablemente antes. Antes de vivir aquí ya sentía curiosidad por probarlo. Y la curiosidad, no sé si lo he contado alguna vez, nació de un reportaje o un documental en el que Francisco Umbral hablaba de los cocidos que se metía entre pecho y espalda cuando iba a Casa Lhardy. Umbral decía algo así como: “El escritor debe comer bien al menos una vez a la semana”. Y se iba él solo a Lhardy. Se sentaba al fondo y el camarero desplegaba el arsenal de platos que componen el cocido. A pesar de ello, Umbral siempre estuvo flaco, espigado: un dandy en condiciones. Recuerdo que le pregunté a uno de mis tíos de Madrid cuánto podría costar el cubierto en aquel restaurante. Fue hace unos nueve años, más o menos. No recuerdo el precio exacto, pero supe que tendría que aplazar esa visita durante siglos.
Me recomendaron un restaurante donde el menú no es tan caro. La Bola. Está cerca de Ópera. Me dijeron que debería llamar por teléfono y reservar mesa unos días antes. Éramos varios comensales. Llamé al restaurante con tres días de antelación. Pero ya estaba todo lleno. El domingo les quedaba algún hueco. Pero el domingo suelo reservarlo para las tardes de sofá y a veces para ir al cine, así que lo deseché. Mi intención era probar todos los platos del cocido y apartar los garbanzos, o sólo comer una cucharada. No me disgustan las legumbres, pero mi infancia y mi adolescencia estuvieron llenas de alubias, lentejas y garbanzos y mi venganza, ahora que puedo ser mi propio cocinero, consiste en rehusar esa comida, que me cansa un poco y me aburre bastante. Esto de las modas tiene su gracia. Cuando yo era pequeño, el cocido era plato de pobre. Garbanzo y mendrugo de pan y chato de vino: comida de pobre. Mis abuelos maternos comían muchas legumbres. Por ende, a mí me tocaba lo mismo. Hoy, en cambio, es un lujo para la clase alta. Hoy, para comer cocido en un restaurante, tienes que reservar mesa con una semana de antelación y la broma te cuesta un riñón. Pero no es tan grave. Estuvimos buscando locales afamados donde sirvieran un cocido casero y económico. Y alguno hay. Encontramos, navegando por la red, otro sitio que está por La Latina y donde te ponen más platos que en una boda. Se le hacía a uno la boca agua con las fotos. Así que llamamos por teléfono para reservar mesa. Y nada. Unos días antes estaba todo completo. Ahora, en los restaurantes de Madrid, también es temporada de rebajas. Lo vi en un telediario. Imitan a los comercios de ropa tras las navidades. Se supone que estamos en la cuesta de enero y que nadie tiene un chavo, pero yo sigo viendo los bares llenos, las casas de comida llenas, los grandes almacenes llenos, y las librerías y las salas de conciertos, lo mismo, hasta arriba.
En el último momento tuvimos que improvisar. A alguien se le ocurrió una buena idea. Ir a La Gloria de Montera, un amplio y elegante local que está junto a Gran Vía y junto a la calle de las prostitutas. Yo nunca había ido y me gustó. No se puede reservar por teléfono. Debes hacerlo un rato antes y en persona: “¿A qué hora podemos comer?”, y te dicen: “Vuelva dentro de cuarenta y cinco minutos”. Te guardan la mesa y vuelves dentro de cuarenta y cinco minutos, o los que sean. Comimos allí. Cuando nos sentamos, el local ya estaba completo. Lo original del sitio es que los cocineros son jóvenes que pertenecen a la Escuela de Cocina, y por eso los precios son baratos. Pero no malos. Hay calidad, platos originales y buen trato. El cocido madrileño tendrá que esperar. Pero llegará, tarde o temprano.