Unos años atrás James Frey sacudió el mundo editorial con su libro “En mil pedazos”, una crónica novelada del tiempo en que intentó curarse de su adicción a las drogas y al alcohol en un centro de tratamiento. Primero presentó el manuscrito como novela, pero las editoriales lo rechazaron. Después dijo que era autobiográfico y lo catalogó de obra de no ficción. Lo aceptaron y fue un éxito rotundo. De ventas y de crítica. Numerosos autores se rindieron a su embrujo y a la violencia y exactitud de su prosa: Alberto Fuguet, Gus Van Sant, Edmundo Paz Soldán, Álvaro Bisama o Bret Easton Ellis son algunos de ellos. Para saber más, sugiero entrar en el estupendo blog de Fuguet, quien hace un par de años escribió en extenso sobre este título. A Frey lo llevó Oprah Winfrey a su show, y luego lo acusaron de faltar a la verdad. Su libro se había vendido a los lectores como autobiográfico y, al parecer, contiene un alto porcentaje de ficción. A consecuencia del escándalo, muchos lectores se sintieron estafados y la editorial devolverá el dinero a quienes compraron el libro y no están conformes. Lo cual, a mi entender, es una solemne estupidez, dado que lo que importa es la prosa de Frey, su talento para emocionarnos y, como diría Fuguet, rompernos en mil pedazos. Si Frey exageró o no, en realidad no es de mi incumbencia, y prefiero incluso que haya exagerado, pues me gustan más las narraciones semi-autobiográficas.
“En mil pedazos” es la confesión del protagonista, James Frey. Comienza asestándonos un golpe de efecto: se despierta en un avión, no sabe de dónde viene ni a dónde va, y tiene la nariz rota y le faltan cuatro dientes y lleva la cara ensangrentada y sufre resaca y múltiples dolores. Su siguiente paso, con ayuda de unos padres en cuya presencia siente furia, será ingresar en el centro. Al principio burla las reglas y se enfurece con celadores y pacientes. Luego, poco a poco, a medida que sufre el síndrome de abstinencia, empieza a mejorar gracias a la amistad, el amor y el contacto familiar. Leamos un pasaje del principio, cuando lo torturan los primeros síntomas de la abstinencia: “Empiezo a llorar. Me corren lágrimas por las mejillas y se me escapan sollozos silenciosos. No sé lo que estoy haciendo ni sé por qué estoy aquí ni sé cómo llegaron las cosas a ponerse tan mal. Intento encontrar respuestas pero no las hay. Estoy demasiado jodido para tener respuestas. Estoy demasiado jodido para todo. Las lágrimas salen con más fuerza y los sollozos se vuelven más sonoros y me acurruco en el suelo de baldosas frías y ya es de día y estoy en algún lugar de Minnesota y no he bebido un solo trago en cinco días y no sé qué coño me está pasando”. Frey, con un estilo directo, llama a las cosas por su nombre. A menudo huye de las comas, y entonces las frases largas remiten a la poesía. Es un autor que me recuerda a la escritura de David González. Frey utiliza una prosa desnuda, sustanciosa, sin florituras ni palabras ambiguas; una prosa sin afeites ni grasa. Sólo hay nervio y dolor y amargura.
Varios pasajes nos hacen un nudo en la garganta: un arreglo dental sin anestesia, los frecuentes vómitos, las peleas, las caídas. El protagonista ha vivido un pasado negro, repleto de delincuencia y abuso de drogas y alcohol. Para purificarse y sobrevivir, debe atravesar el abismo y enfrentarse a sí mismo. No es un libro de autoayuda, pero aliviará a muchas personas. No es una novela, pero se lee como tal. No es un diario, pero refleja la angustia como pocos lo han hecho. Es un libro adictivo, explosivo y doloroso que nos emociona y nos destroza, nos amarga y nos conmueve. Una historia de amor, amistad, superación. Surgida del dolor. Brutal y necesaria.