Un experto acaba de asegurar que “los videojuegos no son perjudiciales para la salud”. Gran descubrimiento, oiga. Que alguien le dé una medalla. Pero eso ya lo sabíamos tú y yo. Lo sabe cualquiera que haya jugado un poco. Hace años, para relajarme media hora al día, practicaba con algún videojuego de ordenador. A veces venía a casa algún colega y jugábamos uno contra el otro. Un rato de diversión. No tiene nada de malo. El experto ha sacado las conclusiones mediante un estudio presentado en la universidad, en el que se analizan los hábitos de consumo de drogas, tabaco y alcohol entre los jugadores y los no jugadores. Los jugadores consumen menos. Esto es más o menos evidente, ¿no? Cualquiera que haya jugado delante de su ordenador, sabrá que no queda apenas tiempo para ponerse a fumar o a beber. Las manos están ocupadas en los mandos o en el teclado. Los ojos, en la pantalla. La atención, en el juego. Durante un rato te olvidas del mundo y sólo quieres seguir jugando. Que se lo digan a esas mujeres que charlan entre ellas, en un extremo de la habitación, mientras sus novios y maridos juegan a la Play en el sofá y las ningunean. También hay chicas enganchadas a esos juegos, pero tal vez en menor medida que los hombres.
Ya no empleo tiempo en videojuegos, pues mi principal prioridad es la literatura, y los devoradores compulsivos de literatura saben que esa amante exige muchas horas al día. Pero, de vez en cuando, en casa ajena y si se presenta la oportunidad y me presionan un poco, acepto jugar durante unos minutos. Los videojuegos no son nocivos, ni convierten a un chaval en un asesino en serie. No, hombre, no. Todo lo contrario, salvo que seas un perturbado, pero entonces cualquier motivación ajena, sea un juego o una novela o un tablero de rol, te conducirá al crimen no premeditado. Aún diría más: un rato a los mandos te despoja del estrés, de la mala leche, del cansancio mental. Les vendría bien, por ejemplo, a quienes conducen con frecuencia. Como sabemos, la conducción en las ciudades nos empuja a la furia, a soltar tacos encima del volante, a hacer gestos obscenos al conductor del coche de al lado, a desear bajarse del vehículo y repartir sopapos. Después de una tarde al volante subes a casa, enchufas un videojuego de esos que son políticamente incorrectos, los que en la jerga juvenil conocemos como “juegos de dar hostias”, pegas cuatro tiros al malo y descargas el malhumor. Luego estarás en forma, en paz. Deberían recomendárselo a esos maridos con tendencia a “abanicar” a sus esposas. Que, al llegar a casa, en lugar de echarles la bronca, se dedicaran a verter los malos humos del trabajo y de la jornada en un juego de fútbol, o de carreras de coches, o de persecuciones.
Además, cada vez es más frecuente que el videojuego no se practique en solitario, sino entre varios. Así hablas, compartes las carcajadas, te ríes del perdedor (o se ríen de ti). Días atrás fui a cenar a casa de unos amigos. Tras la cena, el anfitrión dijo que iba a poner la consola Wii. Juro que ni siquiera sabía qué demonios era la Wii. En principio era reticente a participar, y para mi desgracia el dueño sólo tenía juegos de deporte. Uno se coloca de pie ante la pantalla y coge los mandos. Cada movimiento del brazo se refleja en tu personaje del juego. De modo que si, juegas al tenis, mueves las articulaciones igual que si estuvieras en un partido. Me convencieron. Pasé un buen rato. Nos reímos. Al día siguiente todos teníamos agujetas. Fíjese, era como si hubiéramos practicado un poco de deporte.