Es fin de semana y salgo a la calle a hacer varios recados. A dar una vuelta y ver el ambiente. Pero como ya es Navidad a efectos prácticos, o sea, que hay luces navideñas y todo el mundo sale a comprar, me topo sin imaginarlo con el tráfago brutal de las calles del centro de Madrid en estas fechas. Por el centro, lo juro, hay auténticas oleadas de gente. Un océano de cabezas y de hombros, de gente que ha ido a comprarse una peluca o una careta a los puestos de la Plaza Mayor. Cuesta avanzar por las aceras. Se tarda el doble o el triple en cruzar una calle. La gente está desatada. No había visto tanta humanidad junta desde el último Jueves Santo en mi ciudad, o desde una de esas manifestaciones a las que acuden todos los ciudadanos de una urbe.
Noto a los transeúntes nerviosos, excitados. La culpa la tienen la publicidad, las bombillas que anuncian las navidades, la suma de neones de los edificios. Mire a donde mire, sólo veo colas. Colas para coger lotería. Para comprar tabaco. Para entrar a comer una tapa de bacalao. Para subir al autobús. Para meterse en el metro. Para ver una película en el cine. Para acceder a una tienda con ofertas navideñas. Para entrar a un museo junto a Sol. En cambio, cuando voy a ver la exposición sobre Hergé y Tintín apenas hay por allí un puñado de visitantes, muy pocos. La muestra merece la pena. Cuando uno lee el primer cómic de Tintín se dice: “Bueno, no está mal”. Entonces lee el segundo, y le pica la curiosidad y se aventura en el tercero. Y cuando uno se da cuenta Tintín ya se ha metido en su vida y uno se lee las obras completas. Eso me ocurrió hace siglos. En la muestra sobre Tintín encontramos esbozos, primeras ediciones, dibujos a pequeña y a gran escala, revistas y periódicos en los que se publicaron algunas viñetas, publicidad con la imagen del reportero y de su perro, maquetas, carteles… Los dibujos originales de Hergé están hechos con tinta china, y me enamoro del trazo de la tinta china y decido comprar el instrumental necesario para hacer mis caricaturas eventuales y sustituir el trazo del Bic negro, pero voy a una tienda y me dicen que la tinta china se ha agotado. ¿Se ha vuelto loco todo el mundo y de repente se nos antoja a todos la tinta china? Así que tendré que seguir buscando en otros comercios.
En la calle, metido de nuevo en el oleaje de cogotes y narices, se escuchan sirenas, conversaciones, música que sale de las tiendas, cláxones de los coches, frenazos del autobús, pitidos del silbato de un guardia de tráfico, un estruendo terrible que acaba desarmando la paciencia de cualquiera. En una librería veo un ensayo que acaba de publicar Anagrama: “Mutantes. De la variedad genética y el cuerpo humano”, escrito por Armand Marie Leroi. Le echo un vistazo y el autor compendia, junto a varias fotografías, los errores de la naturaleza (cíclopes, hombres lobo, gemelos unidos por el tronco) que tuvieron, además, la mala suerte de ser mostrados en circos y en carpas como atracciones de feria. Véase a este respecto el clásico “El Hombre Elefante”, que demuestra lo crueles que podemos llegar a ser los hombres. Después de comprar el libro, que llevo en una bolsa, y como si el azar me gastara una broma, me cruzo con varios freaks en la calle: hombres con deformaciones; tipos más diminutos que un enano; el chico sin brazos que pide en Sol y que, pese al frío, siempre viste una camiseta sin mangas; un individuo con las rodillas dobladas en sentido contrario, que camina a cuatro patas, como si fuera un perro; mujeres con articulaciones imposibles. Se me eriza el vello de la nuca. Me entristece y me asusta. Me muevo con dificultad entre el mar de personas, y sólo quiero volver a casa.