En España somos unos privilegiados en cuanto a la edición de libros. La cantidad de volúmenes que se publican al año es escalofriante. Tengo las cifras por ahí pero, como hubiera dicho Francisco Umbral, ahora no me voy a levantar a mirarlo. Así, por las librerías pasa todos los meses un número ingente de novedades que no siempre llegan al escaparate o incluso a los anaqueles. Un escritor zamorano me contó el otro día cómo se enteró de un caso que me parece gravísimo: en cierta provincia no vendieron ni un ejemplar de su última novela porque ni siquiera sacaron los libros de las cajas, o, si los sacaron, tampoco los expusieron. Hemos alcanzado una producción tan grande que por eso uno mira la mesa de novedades y se topa con ejemplos patéticos: libros firmados por presentadores, por modelos, por políticos, por gente de la prensa rosa y de la farándula. Se publica demasiado, sí, pero el último tonto del barco siempre es el escritor. Es el que menos gana y el que más lucha. Es el último mono. A los demás les basta con salir en la televisión, que es donde se cobra la fama, y con que un tercer hombre, un negro literario, les haga el libro.
Creo que somos unos privilegiados porque, de momento, el libro como tal, el libro que se vende en las librerías y en las grandes superficies, sigue muy presente, está muy vivo. Ya he contado alguna vez el caso de varios países de Latinoamérica, donde la industria literaria no es tan potente ni el personal tiene plata para comprarse tanto libro, y por eso los piratean. Fotocopian los libros más vendidos o más necesitados, les ponen una grapa y los venden por las esquinas. Eso significa que no todo el mundo puede acceder a ese producto. En España se publica mucho, pero no se vende tanto. Sólo las ventas igualarían a la producción si el libro fuera considerado algo prohibido, peligroso, ilegal. Entonces sí, entonces todo el mundo compraría.
Conocía el caso de esos países latinos en los que fotocopian los libros y los venden de contrabando. Pero me he enterado de las costumbres de otro país. Leyendo estos días una antología de relatos rusos, una curiosa antología en la que lo mejor es el prefacio autobiográfico que cada autor coloca en su relato, llegué al epílogo, escrito por Galina Dursthoff, y me encontré con unos datos que desconocía y que me gustaría compartir con el lector. En los años noventa la literatura rusa sufrió una serie de cambios radicales, hasta el punto de que los críticos literarios y los agoreros pronosticaron la muerte de la literatura rusa. Pero la literatura, sea de la nacionalidad que sea, por fortuna es algo muy difícil de matar. Y, con el cambio de siglo, los autores escogieron otras vías de acceso. Pero prefiero copiar las palabras de Dursthoff: “Andrei Guelasimov, Serguei Bolmat, Oleg Postnov, Vladimir Tuchkov o Yana Vishnevskaia… todos ellos entraron por la puerta de atrás. En este caso a través de internet, cuya relevancia para la literatura en Rusia no puede ser infravalorada. En este medio se publicaron cientos de novelas en su versión completa, se concedieron premios y, en los numerosos diarios on line, se realizaron debates literarios. La tesis de que internet supone un peligro para el libro no tiene cabida en Rusia. Muy al contrario, es precisamente en la red donde, hoy día, se fraguan las carreras literarias y los lectores jóvenes se introducen en la literatura”. Prestemos atención, porque en España siempre vamos con atraso. Nos guste o no, nos complazca o no, de aquí a unos años el modelo será exactamente el mismo que vemos en Rusia. Internet.