Valle del Tiétar. Nos alojamos en Arenas de San Pedro, pero salimos por la mañana a explorar algún pueblo cercano. Nos abrigamos bien, porque hace bastante frío. Se congelan la nariz, los pies y las manos. Pero es lo que llaman un frío saludable. Es un placer respirar el aire puro que baja de las montañas. Hace muchos años estuvimos acampados en Arenas. Tantos años que ninguno recordamos todos los detalles. Pero recordamos (eso no se nos olvida) el baño que nos dimos en las piscinas naturales, junto al camping. Posiblemente sea el agua más helada en la que me he bañado. Mucho más fría que la del Lago de Sanabria. Agua que bajaba de los manantiales de las montañas. En su curso habían construido una piscina alrededor, pero dejando que el agua continuara fluyendo, sin encorsetar al río.
Elegimos uno de los pueblos. Nos bajamos de los coches y recorremos sus calles. Se ven muchos gatos. Gatos enormes, cachazudos, que se tienden al sol y disfrutan de una siesta matutina. Les hacemos fotos a todos. En una calle, en la acera, hay una caja de cartón. Y dos gatos se la han repartido para dormitar. Uno está dentro de la caja. El otro, subido encima. En unos minutos hemos salido del pueblo. Veo árboles cargados de naranjas. Granadas que se han abierto en la rama. Higos aún verdes. Moras ya pasadas, arrugadas y secas y renegridas. Encontramos un arroyo. En torno hay huertos, y en los huertos asoman las calabazas y las sandías. La raíz de algunas sandías es tan larga que éstas cuelgan por una de las paredes que bordean el lecho del arroyo. Hay un cartel escrito con tiza en el que se lee: “El arroyo no es un basurero. Camino del río Tiétar baja el agua pura y cristalina, no seas tú el que la ensucie tirando basura encima”. Algunas palabras están en mayúscula o subrayadas. Llega un hombre. Boina y cachaba. Manos grandes y fuertes y sarmentosas. En seguida nos saluda y comenta algo. Se nota que es un hombre con ganas de pegar la hebra.
El señor prosigue su camino y nos lo encontramos unos metros después. Está con otros dos hombres. Uno de ellos, bastante mayor y con muletas. El tercero, sentado en el suelo, limpiando o arreglando los dientes de una sierra mecánica. Me recuerdan un poco a los lugareños de “Deliverance”, la de John Boorman. Nos indican que, camino arriba, hay unas cuevas que deberíamos ver. Como llevamos a tres bebés en sus coches, el primer hombre nos dice que dejemos a los niños con ellos, que los cuidarán, y que subamos a las cuevas. Insisten: “Dejar aquí a los niños, hombre, que los cuidamos. No les vamos a hacer nada”. Ya suponemos que no les van a hacer nada. Pero a las madres (y a los padres y sus amigos) no les seduce dejar a sus críos en manos de desconocidos, ni aunque fuesen reyes o príncipes. Al final decidimos subir en tandas. Comentamos en voz baja y con un poco de cachondeo que eso suena a la película “Hostel”: los turistas y viajeros a quienes los habitantes locales toman por tontos o por desprevenidos, el tío limpiando la sierra, la promesa de que cuidarán a los críos. Son imaginaciones nuestras, claro, pero más vale prevenir. A medio camino hay, en efecto, un par de cuevas. Nos metemos en una de ellas, sólo alumbrados por la luz de un móvil. Andamos a ciegas. La cueva es un pasillo que se ramifica en varios pasadizos, flanqueado por angostas galerías y socavones. Hay tinajas viejas y alguna botella vacía. De regreso, uno de los hombres ofrece vino a dos de mis amigos. Nos recomienda un restaurante y aconseja que vayamos de parte de “El Verruga”, pues ese es su mote. El primer hombre nos habla de sus hijos. Conversador y amistoso. Después vamos a comer.