Tras toparme en la mañana del sábado, por diversas casualidades, con aquellos libros que llevaba un tiempo buscando, compré el periódico. Mientras se calentaba la comida, eché un vistazo al diario en su edición de Madrid. Pasaba las hojas sin detenerme demasiado en cada página, sólo un vistazo rutinario para leer más tarde o al día siguiente algunas secciones. En las páginas dedicadas a la cartelera madrileña vi de refilón y casi de milagro un pequeño anuncio de “Blade Runner. The Final Cut”, esa película imprescindible de Ridley Scott que he visto repetidas veces en los cines: tanto en su estreno como en sus diversos reestrenos y reposiciones. Esa película de la que he leído artículos, críticas, ensayos, sesudos análisis, y cuya edición especial en dvd espero impaciente desde hace años. De la que me sé de memoria algunas frases en castellano y otras en inglés. No sabía que iban a estrenar la versión restaurada en un par de salas de Madrid. No lo anunciaron mucho. La ponían en Kinépolis, en ese edificio que está en Pozuelo de Alarcón y al que tanto nos había costado ir en coche. Pero ahora hay servicio de metro ligero y te deja en la misma puerta de los cines. De modo que allá fuimos, previa compra de entradas por internet.
La han estrenado en una sala inmensa. Con proyección digital y perfecta, en una pantalla gigante. En versión original subtitulada en castellano. Había bastante gente y se notaba que todos sabíamos lo que íbamos a ver. Quiero decir que no estaba el típico tío que entra creyendo que va a tragarse una de tiros y peleas y explosiones y se decepciona al comprobar que hay diálogos y que se aburre, y empieza a bostezar, a quejarse en voz alta y a mirar los mensajes del móvil. Los espectadores permanecíamos mudos, inmóviles, como si estuviéramos en misa de doce. Y, para mí, ver “Blade Runner” en un cine es mi modo de ir a misa. Scott ha lavado cada plano de su obra maestra, por así decirlo. Se han restaurado los fotogramas, aclarado la iluminación, perfeccionado el sonido, añadiendo algún que otro plano (por ejemplo, unas bailarinas de strip-tease que cubren sus rostros con máscaras de hockey). Uno de los cambios más notables es que, ahora, a cada replicante (y esto también atañe a los animales artificiales) le brillan las pupilas de una manera que recuerda a los ojos de los felinos. Se han eliminado un par de fallos garrafales en la secuencia en que Zhora (Joanna Cassidy) es asesinada por Rick Deckard (Harrison Ford) a sangre fría y por la espalda. Mediante la tecnología digital ya no se ve el rostro de la doble de Cassidy ni el distinto calzado que tenían ambas. El resultado es una experiencia visual y sonora que, desde el primer fotograma, cuando aparecen los créditos y suenan los primeros acordes de la música de Vangelis, eriza el vello del cuerpo. En las primeras escenas, ahora más nítidas y claras que antes, parece que, literalmente, vamos a bordo del spinner que cruza los cielos sucios de ese Los Ángeles que agobia con su exceso de anuncios, neones, habitantes, lluvia y polución. Es, lo repito, una de las mejores experiencias que he tenido como espectador, comparable al estreno de la versión restaurada de “La guerra de las galaxias” que tuvo lugar hace años. En la sala entró una panda de chiquillos. Temí lo peor, pero no les oí en toda la película: “Blade Runner” embruja a distintas generaciones.
Si no me hubiera quedado en Madrid ese fin de semana quizá no hubiera entrado en aquella librería ni visto “Blade Runner” en Kinépolis, porque en días laborables es difícil sacarse de la manga las casi cuatro horas que se requieren para viajar a Pozuelo, ver la película y regresar. Para mí fue un día inolvidable.